Huellas ancestrales
AUTORA: Silvia Mangas
En homenaje a mis ancestros y a sus descendientes, especialmente a la memoria de mi padre, para mis hijas: María Victoria y María Emilia para mis nietos: Justina, Martina y Bautista
Esta no es una nouvelle
puramente histórica, porque está entretejida
con ficción y recuerdos añejos, enmarcados en auténticos contextos
históricos.
Es un relato, que habla de
hombres y mujeres, que perteneciendo a
distintas épocas, vivieron, amaron, disfrutaron y sufrieron; ya sea, por ser
víctimas de procesos inmigratorios, por mandatos culturales o por frustraciones propias.
estos hombres. Mi
objetivo, aunque quizás no modesto, es mostrar cómo la génesis de nuestra historia familiar, se entrelaza con la historia grande; con la
historia de un país, de una ciudad, de una raza, de una estirpe.
Es mostrar: cómo nos aferramos a una serie de mitos, al pensar el origen de nuestro apellido; cómo creemos que ese origen es único, cuando por lo general, se diluye en un sinfín de posibilidades.
Es mostrar: cómo nos aferramos a una serie de mitos, al pensar el origen de nuestro apellido; cómo creemos que ese origen es único, cuando por lo general, se diluye en un sinfín de posibilidades.
¿Qué deseo plasmar en este
libro?
Mi admiración a las
mujeres y hombres, que me precedieron y que de una u otra forma templaron mi
personalidad; ya fuere, a través de mandatos familiares o por mi sola
identificación y admiración hacia ellos.
En el relato no es mi
intención inducir al lector al error, si bien en ciertos momentos, establezco
una diversidad de narradores haciendo uso de distintos niveles de lengua y de
distintos discursos; es sólo una
estrategia, para acercar un pasado muy
lejano o para transmitir con mayor verosimilitud los sentimientos de los
personajes; en especial el dolor, que provoca el desarraigo.
Cuando el lector haya
llegado al final, siempre que no me haya abandonado antes, se habrá enterado de
cuánto tenemos en común los descendientes de inmigrantes.
Lo más ambicioso, tal vez,
es que haya podido disfrutar mi historia y que lo haya inducido- si no la
conoce- a bucear en sus propios orígenes.
Pienso que conocer la
historia familiar, es una forma de querer, respetar y homenajear a nuestros
ancestros; de querernos y respetarnos a nosotros mismos, como hombres de ayer,
de hoy y de mañana.
PARTE PRIMERA
Estoy sentada frente al
teclado inerte, que ignora mi excitación, porque tengo que escribir; debo
satisfacer el regocijo interior, que me invade, porque hace tiempo que
investigo mis orígenes. Remotos orígenes,
unidos a la historia de España, en especial a la de Salamanca y a la de una
pequeña comarca, llamada Santiz.
Es esta empírica etapa, que transito, la responsable de mi zozobra. Estoy en el recodo de la vida, vislumbrando el final en la letanía.
Es esta empírica etapa, que transito, la responsable de mi zozobra. Estoy en el recodo de la vida, vislumbrando el final en la letanía.
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Y ahora, corro como muchos, a refugiarme en el manantial de los recuerdos y así, plasmar en palabras impresas una historia. La historia de mi apellido, junto a la de las personas, que le dieron vida y trascendencia. Esas personas, que con orgullo portaron el nombre apelativo: “Mangas”.
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Ahora empecemos a recorrer
el hilo de la historia. Salamanca tuvo su origen, hace miles de años, con un
grupo de agricultores, no más de doce familias, que se afincaron en el Cerro San Vicente, a orillas del rio Tormes, -ya sé, te acordaste del Lazarillo-, que
prosperaron con el comercio de la lana.
¿Sabes cómo se le llamaba
a una partida reducida de una especie?
“Manga”.
Sigamos, según una
leyenda, durante el siglo III a. C,
cuando Aníbal, el cartaginés, sitió la ciudad de Helmántica, -así le llamaban a Salamanca-los salmantinos
rindieron su plaza sin oponer resistencia y salieron lentamente de la ciudad; pero sus mujeres no los siguieron enseguida porque primero escondieron las armas entre sus
vestidos, y porque luego partieron. Con el tiempo, esos hombres reconquistaron la ciudad, gracias a la osadía de sus mujeres.
¿Cómo se denominaba a un grupo de gente armada, en esa época?
“Manga”.
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¿Te has empezado a cansar?, mira que nos introducimos en detalles que nos pueden interesar.
Con el siglo VIII, llegó
la invasión musulmana a la península Ibérica, la que se expandió rápidamente ocupando ciudades
hasta apoderarse de Salamanca. A consecuencia de la usurpación, los cristianos debieron abandonarla o
someterse a la autoridad árabe. La verdad, que en ese momento, todo quedó
reducido a un poblado sin importancia, porque la mayoría emigró hacia el norte.
¿Y, cómo le llamaron los
moros a esa vasta zona, que abarcaba Castilla?
“Manxa”, que en árabe
significa “tierra seca”; y según algunas opiniones, “la manxa”, evolucionó en
la lengua española como “la Manga” y posiblemente en “La Mancha”. Nombre que
sin duda conoces, por la novela de Miguel de Cervantes, “El ingenioso hidalgo
don Quijote de La Mancha”. Además, te cuento: su autor vivió en Salamanca y posiblemente
haya estudiado en su Universidad.
Continuemos con la reseña
histórica. En el año 1085, el rey Alfonso VI reconquistó Toledo, que aún estaba
en poder de los moros; y Raimundo de Borgoña se dirigió con un grupo de
pobladores de distintos orígenes: francos, serranos, castellanos, portugueses,
toresanos, judíos y gallegos a repoblar la ciudad.
¿Sabes con quién se casó
Raimundo? Con Doña Urraca.
Sus traiciones. Bueno, esa es otra historia.
Volvamos a lo nuestro;
mientras los árabes ocuparon las tierras se mezclaron con los visigodos
cristianos; eso fue una “macula”, dicho en latín; es decir, una mancha de
sangre para los cristianos.
¿Ya te mareé? Mira que se va poniendo interesante.
Las tierras reconquistadas
a los árabes solían estar amparadas por la tutela de alguna Orden. Podían ser: la Orden de Santiago, la Orden de
Alcántara o la Orden de Calatrava, entre otras.
Ahora me voy a detener en esta última, la
Orden de Calatrava; era una orden religiosa-militar; porque
durante el Medioevo, las ciudades no contaban con ejércitos para que las
defendieran; por este motivo fue fundada la orden, por Raimundo de Fitero, que con la ayuda de otro monje, Diego Velázquez, que anteriormente había sido soldado; formaron
en poco tiempo, un importante ejército de veinte mil personas, entre monjes y soldados.
Te cuento que, cuando los árabes supieron de su existencia, desistieron de contra atacar la ciudad.
Con el correr de las
centurias, durante el siglo XIV, los monjes cansados de la actividad militar
decidieron retomar una vida más espiritual y se trasladaron a Ciruelo, quedando
la Orden a cargo de su primer Maestre, don García, quien la convirtió en una
orden militar de hermanos laicos con votos de obediencia, castidad y pobreza.
Además con ciertas costumbres como guardar silencio en el comedor, ayunar
cuatro días de la semana y dormir con la armadura puesta. Llevaban como única
vestimenta, por debajo, un hábito blanco con una cruz negra. La túnica tenía,
dicho en latín “manica”, que en español significa
“mangas”.
¿Y cuál es el otro posible
origen latino de la palabra “mangas”.Ya sé que vas a
contestarme, “Manica”.
Prosigo; durante años la Orden protegió esa
zona, y ¿quién era uno de los que estaban bajo su amparo?
Pedro Mangas, quien
rigurosamente les pagaba el diezmo, porque era una Orden, que no dependía del
rey – al contrario le causaba muchos problemas al monarca- su superior
espiritual era el Abad de Marimond, que residía en Francia; y la autoridad
máxima, el Papa.
Pedro Mangas de
Villafuerte - ése era el nombre completo-, vivía en Salamanca, en “la casa de
los escudos”, palacio señorial, que en el siglo XV pasó a ser residencia del obispo.
Según informe del Archivo
Histórico Nacional de España, Pedro fue el fundador del linaje “Mangas”, cuyo
hijo, también llamado Pedro, vivió en dicha casa solar. La casona sobrevivió en
el tiempo y en 1923 fue comprada por don Curto; quien destinó una parte para
residencia y la otra, fue demolida para instaurar un negocio.
¿Y qué hallaron?
En sus bases había restos
prehistóricos y romanos. Hoy es un famoso hotel cinco estrellas, llamado
Don Gregorio. Su ubicación es cercana a la Universidad Pontificia de Salamanca,
frente al convento San Esteban, a pocos metros de la Plaza Mayor y de la Catedral.
No nos apuremos; en el
momento, que el obispo de Salamanca ocupaba la casa de Pedro, de quien no se
supo más nada, reinaban los Reyes Católicos, quienes para mantener la ortodoxia
católica, fundaron en 1478, la Inquisición Española o Tribunal del Santo Oficio
de la Inquisición, que solo tenía competencia sobre los cristianos bautizados;
pero como no existía libertad de cultos, extendió su jurisdicción a todos los
súbditos del rey.
La península, durante la
Edad Media, tuvo una coexistencia relativamente pacífica entre cristianos, judíos y musulmanes. Los judíos ocupaban
muchos puestos importantes, y Castilla llegó a tener en la corte, un rabino no
oficial. A fines del siglo XIV hubo una ola de antisemitismo en Sevilla, donde
fueron asesinados cientos de judíos y esto se extendió a otras ciudades como
Córdoba, Valencia y Barcelona. Una de las consecuencias de estos disturbios fue
la conversión masiva de judíos al cristianismo, llamados “cristianos nuevos”
Esto creó un recelo entre
los “cristianos viejos” y los “cristianos nuevos”, ocasionando la revuelta de
Pedro Sarmiento en Toledo, en 1449, que sustanciándose en una limpieza de sangre les prohibió el acceso a los sefardíes a distintas instituciones.
Por eso, los Reyes
Católicos crearon la Inquisición, para lograr la unidad religiosa y atacar a
los falsos conversos.
Unos cuarenta mil judíos emigraron:
algunos a Portugal, otros
a Marruecos, también a
Holanda -lugar que albergó a muchos-, mientras un número importante de sefardíes se estableció en Zamora y
Salamanca. Allí tuvieron que incorporarse un nombre apelativo para que la
Inquisición los pudiera identificar como “cristianos nuevos”.
¿Sabes cómo habían llamado
los árabes desde 1237 a esa zona?
“Mánya”, que significa lugar elevado; porque
es una meseta. Y algo más, el cinco por ciento de los zamoranos, en la
actualidad, tiene el apellido “Mangas”.
¿Lo habrán usado como topónimo de un derivado de mánya?
¿Lo habrán usado como topónimo de un derivado de mánya?
Continuando con nuestro
hilo conductor, el 21 de febrero de 1675, nació en Salamanca, Antonio Mangas de
Villafuerte, hijo de Pedro “junior”.
¿Te acuerdas de él?
Y a los cuarenta y un años
fue ordenado caballero de Calatrava, el 22 de febrero de 1716, con
el título de “Regidor de Salamanca Capitán de Caballos de Hijodalgo de Almagro”.
¿Qué piensas que el abuelo
no se olvidó nunca de pagar el diezmo? La verdad que me parece que tienes
razón.
Pero no terminamos aún. Años después, el 19 de agosto de 1790, Luis
Mangas de Villafuerte y García de la Llana ingresó como Caballero de la Orden
de Carlos III.
¿Y sabes que Fernando
Serrano Mangas, historiador español , nacido en Salvaleón, y que en la
actualidad vive en Cáceres; en su libro “El
secreto de los Peñaranda, el universo judío converso de la Biblioteca
Barcarrota siglo XVI y XVII”, habla de un procesado por la Inquisición, un
tal Alconchel Almendral, que fue
bautizado con el nombre de Alonso Pérez Mangas.
Pero la historia no
termina aquí. También había otros Mangas, que figuran en el Archivo General de
Segovia, como Antonio Mangas del Regimiento de Caballería en el año 1808,
Cayetano Mangas y López de la Infantería en 1834 y Antonio Mangas Lozano de la
misma arma, en 1893. Valentí Mangas, que está registrado como eclesiástico en
el año 1854.
¿Creías que habíamos
terminado? No, pero falta poco
Según Registros de la
ciudad de Zamora, a fines del siglo XVIII, había otras familias Mangas. Entre ellas la de Casto y la de
Juan Mangas, ambas de la
comarca de Alfaraz, Municipio de Zamora. Sus hijos
Ramona Mangas -nacida en 1826- y Gabriel Mangas -de 1818- se casaron y tuvieron
hijos; uno, Alberto Mangas y Mangas (mi bisabuelo), que nació en 1852, natural
de Santaven, Municipio de Moraleja de Sayago, Provincia de Zamora y el otro
Lorenzo. Si eran más, lo desconozco.
Bueno, bueno, no
protestes; una sol a información más.
Alberto se casó con Ana Juan Seisdedos, nacida el 27 de junio de 1864,
en Abelón.
¿Sabes una cosa? Cuando
des vuelta la hoja, ya no me encontrarás; pero la historia sigue y te prometo
que se pone muy interesante.
¿Quién la narra?
Lo llamaremos, “Amigo invisible”. ¡Qué vamos a hacer! Son los juegos de la ficción.
No te vayas. Acuérdate que
si me abandonas, no existo. Te prometo que antes de finalizar el relato, nos
reencontraremos.
Amigo, hasta dentro de unas hojas.
PARTE SEGUNDA
Corría la segunda mitad del siglo xx, el país
vivía un déficit comercial importante, el más considerable después de la
segunda guerra. La inflación y la recesión castigaban a la población.
Ante la falta de divisas, producto del
estancamiento del sector primario, del que dependía la importación de
maquinarias, para el proceso de industrialización, el presidente Perón
optó por la nacionalización del comercio
exterior. Esto, le permitió al Estado obtener recursos para redistribuir en la
industria.
Dicho intercambio provocó
el enojo de los productores agropecuarios, porque el Estado les compraba la
producción a precios devaluados.
La crisis comenzaba a
corporizarse en el interior. Entre tanto, en un hogar del oeste de la provincia
de Buenos Aires, se vivía una alteración a la actividad pueblerina.
Era durante un caluroso
sábado, cuando Agustín Mangas y Alvarez, hombre soñador, gustoso de la lectura
y de la buena música, provisto de habilidosas manos, caminaba desorientado de
la cocina al comedor, mientras la partera le ordenaba hervir agua para higienizar
algo, que él ignoraba.
Torpe, angustiado ante esa
vivencia nueva, iba y venía trazando un sendero, tal vez semejante al camino por el que había atravesado toda su
vida; poblado de expectativas algunas no cumplidas, de temores no enfrentados,
de tozudeces inútiles, de sentimientos guardados para sólo dejarlos asomar muy
de vez en cuando.
Ella una diminuta mujer,
bella, con rasgados ojos verdes, de carácter indomable, se revolcaba en la cama
de su casa paterna, ante cada contracción, que laceraba su cuerpo sin darle
tregua.
El calor apretaba por
doquier, pero a las trece sobrevino la calma, después de un salvaje grito de
dolor. Había nacido la niña. Era la primogénita. Y junto a la pequeña sobrevoló
una serie de sentimientos cruzados. Por un lado, la alegría de la madre al
saber que era una hermosa mujer; y por el otro, la desilusión paterna, que
había esperado perpetuar, desde ese momento, su apellido en un varón.
Con el correr de los días
todo retornó a la actividad normal. El padre volvió a su trabajo entre las
costuras, los cueros y los tapizados; mientras la madre dedicó esa primera
etapa a cuidar a su hija, Silvia Estela.
Se habían conocido hacía
tres años, cuando cursaban el secretariado. Él, joven y elegante, vivía con su
abuela, doña Ana, en la ciudad; mientras sus padres y hermanos residían en el
campo.
La vida rural nunca le
había gustado, había heredado de su familia paterna el sabor por la lectura. El
mundo de los libros le había permitido ingresar en otras latitudes, en esas
fantasías, que le habían dejado sobrellevar su problema de nacimiento. Esa
cadera, que al querer diferenciarse de la otra, pretendió roerle la vida.
Claro, que lo habían atendido buenos médicos
en Buenos Aires; a donde se trasladaban a menudo, en ese tren de madera, que
humeante, devanaba la inmensa pampa hasta llegar a Once. Luego se hospedaban en
la casa de los Jauregui y de ahí, partían hacia el hospital Alemán.
“Institución Modelo” de la época, donde entre doctores, especialistas y
estudios intentaban identificar su mal.
Hasta que a los doce años,
finalmente lo operaron; pero su problema fue un estigma, que lo acompañó
durante toda su existencia. Convirtiéndose en un cruel tormento en su vejez.
La cojera se prendió a su
cuerpo dejándolo en desventaja frente a los demás. Eso, lo hizo distinto.
Carecía de la destreza de su hermano y de la agilidad de la menor.
Eso, le sirvió de excusa
para alejarse del terruño y vivir en el pueblo. Allí, bajo la tutela de esa
abuela maestra, pasó su infancia y su adolescencia. Junto a ella, conoció la
protección y el amor por la lectura. Era ella, la que en los momentos en que
arreciaba el dolor, lo envolvía en sus relatos salamantinos, como: “El tío
Clamores”, “Los higos del tío Celedoniu” y otros.
Allí, aprendió a luchar contra las diferencias,
que hacía doña Ana, entre él, su retoño favorito, y el resto de sus nietos.
Siempre la mejor ración le pertenecía y el resto lo distribuía entre los demás.
En esa época, aprendió a ocultar lo que recibía y luego, a hurtadillas
compartirlo entre sus primos.
- Maruca, Piba, vengan.
Vamos a la huerta.
Enseguida, todos corrían
hasta el lugar cómplice de los secretos infantiles, y allí, rodeado por sus
primas, abría las palmas de sus manos dejando a la vísta los apretujados dulces,
que había escondido.
- Son seis. ¡Qué bueno!
Nos tocan dos a cada uno.
Y apurados devoraban el
trofeo entre risas y picardías.
Escenas similares se
repitieron en esos años, teniendo como único testigo, el excitante canturreo de
las gallinas rigurosamente alimentadas con cáñamo, por doña Ana.
No en vano sembró en esos inocentes corazones,
la semilla del reconocimiento, del respeto y del cariño.
A los siete años ingresó a
la escuela primaria, “la Escuela 20”,”la de la esquina”, donde conoció a sus
primeros amigos, con quienes mantuvo una amistad cómplice de toda la vida.
Con el verano, llegaban
las vacaciones, entonces debía pasar los días en el campo, junto a sus padres,
Agustín y Manuela, al tío Lorenzo y a sus hermanos, Pepe y Ana.
La casona era grande; una “ele”
formada por habitaciones, que daban a una galería cubierta de glicinas; y del
otro ala, la inmensa cocina, poblada con una extensa mesa de madera brillosa rodeada
por sillas con esterillas; más allá, un aparador, donde se erguía una inmensa
radio y un fonógrafo, cuyos tíos le habían regalado a Tomasa para un cumpleaños.
Al frente, la mesada y la “económica”, que con su negra armadura caballeresca
de hierro, proveía el calor en los duros
inviernos. Al lado, lo más atractivo, el almacén, cuyo techo estaba abarrotado
de colgantes jamones, aros de chorizos secos y bondiolas. En el piso
descansaban los baldes con grasa, las bolsas de harina, de azúcar, porotos y
sémola. Sobre los estantes, el queso de cerdo y los de vaca. Las ristras de ajo
pendían de las paredes. Mientras que desplomados en un rincón se esparcían los
sacos de papas, zapallos y batatas. Con sólo atravesar la puerta, se estaba en
el exterior, donde libremente deambulaban las gallinas, los patos, los gansos y
los pavos reales. ¡Qué belleza!, era contemplarlos cuando desplegaban su exótica
cola, ese abanico multicolor, desafío de la naturaleza.
Agustín debía realizar
algunas tareas durante el estío, como sacar las ovejas del corral y llevarlas a
pastar; pero el mozuelo, atrapado en la lectura de los libros de su abuela,
permanecía en la galería; mientras los animales
perpetuaban su ayuno.
¡Qué enojos!, desataba esa
actitud en su madre, que cuando lo descubría, lo enfrentaba a la realidad,
después de haberle arrojado algún cacharro de la cocina.
Una cascada de refranes
empezaban a brotar de la boca de esa avezada mujer.
-”No dejes para mañana lo
que puedes hacer hoy”.
“No dejes hacer a nadie,
lo que puedes hacer tú mismo”.
“Haz con gusto cualquier
faena y el trabajo será mejor”.
“Si estás enojado, cuenta
hasta diez antes de responder, y si estuvieras ofendido, será mejor que cuentes
hasta cien”.
“Piensa bien antes de responder,
pero está siempre pronto para servir”.
Y así, entre protestas y
refranes; refranes y protestas; doña Manuela retornaba a la cocina con marlos y
ramas entre sus brazos para avivar la lumbre de la “económica”, mientras veía a
su hijo, alejarse cabizbajo, rengueando lentamente.
Esa cojera despertaba una
inmensa tristeza en el corazón de esa madre.
Tímidamente unas lágrimas empezaron a rodar
por sus mejillas, mientras que con el borde del delantal intentaba borrarlas. Su esfuerzo era inútil,
como desdibujadas cataratas seguían señalando surcos de salitrosas aguas.
II
El verano era agobiante en
Pehuajó, especialmente, cuando arreciaba la sequía. Qué parecido al calcinable
clima de Santiz, donde había transcurrido su nostálgica infancia.
Con los finales del siglo
XIX, Manuela había arribado al mundo, en un humilde hogar de aquella comarca
emplazada en el centro de Castilla, próxima a Salamanca.
Poblado de setecientos
habitantes, abrasado por el sofocante sol de verano, donde la madre tierra
negaba tozudamente la verde hierba, para abastecer al rebaño. Recia villa, de
las tierras de Ledesma, con casas muy bajas, de techos rojizos, paredes de
piedra, profanadas por angostas puertas y ventanucos enrejados. Todas
uniformadas, unidas por pircas, delineaban las distintas callejuelas tortuosas,
que conducían hacia la plaza, donde la románica sencillez de la iglesia de San
Miguel de Arcángel despuntaba con su doble campanario. Más distante se erguía
el castillo de Alfaraz, el Ayuntamiento,
donde descansaba el Archivo local. A lo lejos, el Teso Santo con su leyenda
acuesta, protegía a los santiceños, junto al añejo alcornoque de Calahorra, que
había aprendido a convivir con las jóvenes acacias, los robles, las encinas y
los jarales.
En la sencillez de su
cobijo. Manuela se nutría del amor de su enferma madre, de la ternura de su
hermano, Daniel, y de la soledad, que había provocado la orfandad paterna. Aún
así, era inquieta, alegre, siempre cantando, y en cuanto podía, no perdía la
oportunidad de bailar alguna jota en la fiesta de Santa Águeda, cuando con todas las mujeres
salían a pedir propina a los hombres, durante todo el día, para luego festejar.
Qué divertido era
participar de la fiesta de Reyes, cantar alrededor de la fogata que se hacía en
el centro del pueblo, y después, salir a pedir por las casas; permanecer toda la noche despierta y a la
mañana siguiente honrar a Jesús en la misa, con las ofrendas.
Con entereza, siempre enfrentó todos los escollos que le presentó la vida. Desde muy joven trabajó en la panadería de un poblado vecino, en Moraleja de Sayago.
Con entereza, siempre enfrentó todos los escollos que le presentó la vida. Desde muy joven trabajó en la panadería de un poblado vecino, en Moraleja de Sayago.
Todos los días atravesaba
la distancia entre aldea y aldea; a veces a pie; otras, en burro; y las menos,
en carro. Todo dependía de escuchar alguna voz que dijera:
-Ven maja, te llevo a
cambio de que me cantes.
La bella mozuela de ojos
celestes se trepaba al carretón y comenzaba a entonar alguna balada
Desde la ventana
de mi casucha vieja,
abierta en verano,
cerrada en invierno,
por los vidrios verdosos
Y lienzos espesos;
una santiceña
de rubia melena
y ojos de cielo,
mientras la tarea
mezcla con el rezo,
ve todas las tardes
pasar en silencio,
al joven mocete
que va de paseo.
Baja la mirada
sin esconder el rostro.
Marcha pausado,
con rostro alegre.
Es morocho y gallardo
con los ojos negros.
Imagina su nombre,
que sacude su alma.
Y junto con el cantar comenzaba a soñar. A
soñar con un mañana mejor. Una vivaz esperanza aleteaba permanentemente en su
alma. Ella había escuchado en la venta, hablar a los parroquianos del “nuevo
mundo”. Una tierra promisoria, donde los hombres tenían trabajo; y que con el transcurrir
del tiempo, podrían enviar dinero a sus
familias para que pudieren viajar.
“América” era la palabra,
que había pronunciado su hermano Daniel, y había quedado prendida en sus oídos.
Con el andar de los meses
su realidad diaria se hizo más compleja. Ahora estaba sola. Daniel había
abandonado España, se había convertido en otro buscador de un mañana próspero.
La enfermedad de su madre se agudizaba. Toda
la actividad del hogar dependía de ella y cada vez era más difícil poder distraerse en alguna
fiesta pueblerina.
Pasaban lentos los días, hasta
que con la partida del año viejo, falleció su madre. El dolor la fortaleció y con
la ayuda de unos parientes cumplió con el ritual sepulcral. La soledad se apoderaba
de todos los rincones y para espantarla volvió al trabajo, a compartir sus
secretos con su amiga y así transcurrió otro año entre penas y esfuerzos, hasta
que entre ambas juntaron unos pocos centavos de pesetas y compraron un billete
de lotería. Qué sorpresa, con el año nuevo reaparecieron las postergadas
fantasías, pero ahora, para mutarse en nuevas realidades.
Primero se enteró que
habían ganado el premio mayor. La emoción no le permitía pensar. Era una
bendición del Señor, que revertía su pobreza. ¡Por fin, se había acordado de
ella! Un brusco nerviosismo invadía su
cuerpo. Trató de sobreponerse, sus proyectos pugnaban en su mente, tenía que
dominarse, no podía dilapidar esa oportunidad.
Los días volaron; las
noches transcurrieron morosas. Durante ese tiempo cobraron el premio; sus manos
temblaron; sus fantasías estallaron y con los nervios jadeantes repartieron el
dinero. Enseguida le escribió a Daniel - quien ya estaba instalado en Pehuajó trabajando
de oficial pastelero - para avisarle que con el otoño, arribaría a Buenos Aires.
Despaciosamente fue ordenando
sus cosas, rescató el arca donde descansaban los restos del amarillo ajuar
materno. Allí, estaban bordadas las iniciales de sus padres, a palmo y felpilla
sobre las sábanas nupciales.
En una cajita de nácar,
reposaba una trenza y un mechón de rizos - quizás de ella y de su hermano – junto
a un pañuelo de seda. También estaba el camisón deshilachado, que tanto había
usado su madre, el vestido de novia y un traje negro, que habría pertenecido a
su padre y otros recuerdos que no le pertenecían.
Dejó algunas cosas con
pesar, e incorporó otras: la ropa que no tenía zurcidos, unas fotos
amarillentas, las cartas de su hermano, las sábanas de hilo bordadas por sus
manos, su muñeca de trapo -regalo paterno-, el collar con cuentas de madera
negra, que había comprado con su primer sueldo, la mantilla blanca con que
cubría su cabello todos los domingos en la casa del Señor y otros enseres
valiosos. Con esta nueva actividad, sus pasos se perdían entre el ir y venir de
cosas, que aferraban sus manos.
Luego, entre lágrimas y
abrazos, deseos de suerte y nostalgias profundas se fue despidiendo de sus vecinos santiceños, para
iniciar el viaje más largo de su vida.
Lloros sentidos penetraron
en su alma, hiriéndola y haciéndole sentir el sublime y emocionante momento de
la despedida.
El momento tan ansiado y
temido se presentó. Por última vez, sus ojos se inundaron de dolor, miró la
“tajuela” en la que se sentaba al lado de los tizones para leer las cartas, que
venían de América; y arrastrando el viejo arcón, cerró por última vez la puerta
de su cobijo.
El camino se hizo interminable por ese sendero polvoriento. En sus entrañas se entretejía la angustia y la esperanza; el ayer y el mañana; el desarraigo y la esperanza.
Apenas llegó a la estación,
abandonó el carro casi sin despedirse del cochero. Estaba muy inquieta y empezó
a caminar por el andén, abriéndose paso entre hombres, mujeres y niños, que se
abrazaban, lloraban y reían.
Subió al tren, se ubicó
junto a la ventanilla y no supo en cuánto tiempo, lentamente la humeante locomotora inició su
derrotero. Con el rostro adherido al vidrio vio alejarse los grandiosos
monumentos de la histórica y vieja ciudad salamantina. Esa ciudad que
apenas había frecuentado en su vida.
Las campanas de la catedral daban su último
adiós lastimero, mientras sus torres se perdían hasta desaparecer detrás de una
loma, y poco a poco se le fue apoderando una zozobra, que la obligó a
replegarse en la meditación de un futuro feliz, protegido por las manos
profundas de un hombre, rodeada de hijos.
Con los últimos
resplandores de la tarde llegó a Vigo. De allí la conducirían junto a otros
aletargados peregrinos hacia el puerto.
Parada en el muelle, sus
ojos desorbitados miraban el enorme barco de vapor, que a medida que pasaran
los días le serviría de cárcel a su impaciencia durante un interminable mes.
Esperó en la larga fila,
con su estampa agobiada, que le sellaran el pasaporte. Luego lo guardó en un
bolsillo de su vestido. Con la mano liberada volvió a apresar la manija del
arcón para deslizarlo hasta la rampa de subida; mientras la otra, posada sobre
su pecho, trataba de sostener los latidos para que no estallara su corazón.
Enfiló hacia el barco, donde un marinero le indicó el lugar por donde se
encontraban los camarotes.
Lo primero, que habían hurgado sus ojos eran las enormes hileras de luceras,
que rodeaban la gigantesca mole.
Deambuló por pasillos
hasta que dio con su camarote y sus compañeras de travesía. Una, raquítica y
contrahecha; la otra, inquieta y sonora, y la tercera, la mayor de las tres
hermanas, gallarda y autoritaria. Se presentó con mucha timidez y se ubicó en
la litera vacía. Para protegerse de la angustia que le provocaba la situación
se refugió en sus recuerdos. Al principio trataba de no hablar; era escurridiza, desconfiada; luego, con el
transitar de los días su actitud cambió, empezó a conversar, a reír y hasta, a
confesar sus temores a sus circunstanciales amigas. Compartieron almuerzos y cenas en el comedor. En el salón de señoras,
participaban de alegres parloteos, vitoreaban distintos números artísticos y hasta
danzaban alguna jota. Cuando el tiempo lo permitía, subían a cubierta, quedando extasiadas ante
ese mar color de muerte y misterio; ese mar, que con
su lenguaje hiriente parecía gritar:
- ¡Eres de la otra orilla!
En esos instantes, sus
ojos quedaban hechizados ante tanto sufrimiento y desasosiego. Otros días, acompañadas por el sol acogedor,
las olas con un lenguaje-rumor las invitaban a soñar y a emocionarse.
El tiempo acompasado por
el sonido marítimo, fue gestando una dulce amistad entre las muchachas; y así
fue, como un amanecer de octubre, en que los
rayos, a poco de asomar en el horizonte, dejaban sentir su influencia protectora,
dorando con sus fulgores el despertar del alba, cuando Manuela avistó la figura
del nuevo mundo. Esa noche no había podido
dormir; algo la inquietaba y con su rostro pegado al ojo de buey,
contemplaba a través del vidrio el fantasmagórico panorama.
Pasaron las horas, y el majestuoso navegante zarandeándose entre
las olas, atracó al puerto de Buenos Aires.
Con sus jóvenes años
fortalecidos por vencer obstáculos, inundada por la emoción, casi se olvidó de
despedirse de sus compañeras de travesía. Buscaba desesperadamente, entre
pañuelos, que se agitaban en el muelle, mezclados con gritos y algarabía, el
rostro amado de su hermano.
Entre codazos y empujones
empezó descender, mientras una ventisca helada empezaba a invadirla; en ese
instante una luz fogueó sus ojos al vislumbrar, entre el tumulto, el rostro
fraterno, que se cercaba raudamente hacia ella. Se fundieron en un abrazo
profundo. De sus labios no partieron palabras. Era tan inmensa la emoción que
los embargaba, que sus ojos dijeron, lo que sus bocas callaron. Sus rostros se
hundieron en sus pechos fraternos. Sus brazos se aferraron entre sí, como si de
esa manera se contagiaran los sentires más profundos.
Abrazados se abrieron paso
entre la ajena muchedumbre. Sujetándola por el hombro la acompañó a recibir el
sello, que le marcaría el ingreso a la nueva vida.
Juntos, caminaron por las
calles de la nueva ciudad. La mirada escudriñadora de Manuela trataba de registrar
todo lo que la sorprendía; hasta que finalmente llegaron a la casa de unos
inmigrantes salamantinos, quienes apenas los recibieron, los colmaron de afecto
y atenciones.
Esa noche pernoctaron ahí
y se sintieron como si estuviesen, otra vez,
en su tierra natal, en Santiz.
Al día siguiente,
temprano, después de agradecer la hospitalidad y prodigarse augurios con los
moradores, partieron hacia la estación Once, donde una vez montados en el
gusano de hierro y madera que “fumateando” devoraba campos verde, poblados de
animales llegaron a su destino final, Pehuajó.
Habían quedado atrás las
largas e inquietantes distancias, que los había separado.
Alojada en la casa, que
había arrendado Daniel, empezaba a descubrir una vida nueva, rostros
desconocidos, distintas costumbres, reuniones de parroquianos, mateadas y las
tertulias dominicales.
Fue después de una ceremonia
religiosa, en la que participaba una mañana de domingo, cuando sus ojos escudriñaron una imagen del
pasado; el rostro de ese hombre, que solía irrumpir de noche, adueñándose de sus
fantasías de joven soñadora.
Ese hombre, que jamás le
hubiese pertenecido en Santiz, porque no era pobre como ella.
Ahora, él estaba
sonriéndole, mientras se le acercaba, también sorprendido de verla, y descubriéndola tan bella, tan mujer. Su nombre
era Agustín.
Con el transcurrir del
otoño, el mozo le pidió permiso a Daniel para visitarla, y así, se fueron
conociendo, amando y proyectando un futuro.
Manuela, feliz, sentía que
esa nueva tierra empezaba a prodigarle un mañana. Con la complicidad del tiempo,
se casaron en la parroquia del pueblo.
Algunos compadres entrelazados a un gran número de desconocidos
acudieron a la ceremonia. Los novios,
elegantes, ingresaron a la iglesia San
Anselmo ante miradas emocionadas y curiosas.
La novia ingresó guiada
por su hermano con un vestido color marfil, que solo le descubría los tobillos,
lánguido, de encaje, sostenido por una faja de seda, que ella misma había
bordado. Las medias y los zapatos habían
pertenecido a su madre, junto con el rosario, que portaba entrelazado en sus
dedos.
Él, con el rostro curtido
por el sol, de riguroso traje negro con camisa blanca, muy sobrio, la esperaba en el altar. Un sacerdote con acento catalán los casó. En
el momento de colocarse los anillos, Manuela pensó en sus padres y en silencio
elevó los ojos al cielo y les dijo:
“Padres descansen en paz;
vuestros hijos también encontraron la paz”.
Una vez terminado el rito
sacramental, los flamantes esposos con sus manos unidas, saludaron en el atrio a
los invitados, y luego se trasladaron en sulky al campo, seguidos por una
caravana de carruajes, que portaban a los familiares.
Debajo de la galería
estaban las mesas preparadas para recibirlos, entre asado, empanadas y vino, al
son de las guitarras y de una gaita, que se había colado entre tanto bullicio.
Todos disfrutaron la estancia festiva. Allí Manuela pudo demostrar su gracia y
salero al bailar una jota ante la mirada sorprendida de los presentes.
Finalizados los festejos,
en contacto con la intimidad nupcial, comenzaron una nueva etapa en el campo de
los Mangas, el “San Alberto”.
En esa época, ella gustaba
espiarlo, cuando se pasaba horas atrapado en la lectura de esos libros. Ella no
necesitaba leer para soñar, le basta entornar los ojos y lentamente su mente
era invadida por exóticos pensamientos.
Con los años llegaron los
hijos; el primogénito, Agustín, como su padre, un amante de las letras, de
cabello rubio semejante al de su madre, con una dolencia eterna en una pierna.
A los dos años, dio luz a otro varón,
José, quien se dedicó a las labores campestres al igual que sus ancestros y la última,
una niña, Ana, quien portó el nombre de su abuela paterna - la maestra- a quien
el destino la había arrancado cruelmente de Salamanca para aferrarla en estas
tierras lejanas.
Todos se asimilaron al
terruño, allí crecieron y se convirtieron en adultos; excepto Agustín, que
debido a su endemoniada cadera, se radicó en el pueblo bajo la tutela de su
abuela, doña Ana.
III
Abelón, comarca española, región bravía, dibujada por el “cortineo”
de Moral de Sayago. Ese rincón perdido, formado por “cortinas” sayaguesas, era
un poblado, que junto con Fermoselle y Viñuela, encerraba una vieja historia.
Una historia de
“Seisdedos”, guiada por la estrella de David, emblema central de su blasón
heráldico.
Cuenta la historia que: “a
lo lejos, con el desenlace del Medioevo, dos seres mendigos de amor, de vida y
de hogar deambulaban por Castilla. Él,
un hombre de mediana talla, barba prieta, descalzo y apoyando su brazo turgente
y peloso en una gruesa rama, que el azar había encontrado en el camino. Ahí, su mano, sello de una estirpe, con sus
seis dedos se asía a la vida. A su lado,
había una mujer delgada, con la marca del espanto en el rostro, descalza
también y llevando en la espalda con más cariño, que agrado, el fruto de su seno.
Habían dejado sus guaridas y pidiendo limosna de hospedaje y de trabajo,
recorrían distintas y laboriosas comarcas, que vivían olvidadas del paso del
mundo, continuamente ocupadas en el laboreo de sus austeras tareas.
Con los primeros rayos
fogosos del verano, las vides se aprestaban a ser despojadas de sus dulces frutos para humildemente rendirse a los pies de los lagares. Allí, las azuladas y rubias uvas esperaban a los hijos de esas tierras, que
legón en mano empezaban a quebrarlas. Una vez finalizada la tarea, el sayaguese
debía vencer la ingratitud de su tierra, en demanda de otro trabajo y de otro
salario.
En uno de esos veranos
abrasantes, el mendigo apareció como un desheredado de la vida, reclamando
trabajo a los “postores” de Abelón.
Después de un largo intercambio de palabras entre ellos, finalmente los alojaron como criados en una
finca. A ella, para realizar labores domésticas; mientras que a él, para las
faenas de la tierra.
Con el tiempo, “el seis
dedos” y su mujer habían cosechado el calor del afecto de los demás.
Todos los atardeceres, cuando
los hombres terminaban sus labores, volvían para cenar, alegres, cantando esas
canciones, que sabían a terruño. Se reunían alrededor del amo para contarle lo
que se había hecho y lo que se hubiera podido hacer. Todos sentados a la mesa;
mientras eran servidos por sus mujeres, saciaban su hambruna.
A veces durante la
sobremesa, cuando las lenguas se calentaban por el fervor del vino, empezaban a
escaparse de sus bocas historias, que se
debían callar.
Una de esas noches, José,
acalorado por los tragos, empezó a relatar lo siguiente:
“Salimos de las tierras de
nuestros nacimientos, chicos y grandes, viejos y niños a pie y caballeros en
asnos y otras bestias y en carretas y continuamos nuestros viajes cada uno a
los puertos, que debíamos ir, íbamos por los caminos y campos; por donde íbamos
con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros muriendo,
otros enfermando, otros naciendo y siempre por dónde íbamos nos convidaban al
bautismo; algunos por la cuita se convertían y quedaban; a otros nos hacían
tañer panderos; a las mujeres cantar
para alegrar a la gente y así, vagando llegamos aquí, con mi mujer,
cargando con la culpa de ser judíos. Venimos huyendo por ser culpados por los
cristianos de asesinar a Cristo, de envenenar pozos, de secuestrar niños para
beber su sangre y de querer, en contubernio con la nobleza, de convertirlos a
todos, al judaísmo”.
Cuando sus labios se sellaron,
su mujer gritó:
“Mi amo, juro que es
mentira, es mentira” y salió corriendo.
José, con su rugosa palma
sobre la boca, trataba tardíamente de apresar las palabras, que ya había
liberado.
Un frío arreció en el
lugar, los vendavales enfurecidos acometían en el interior de las almas
amenazando destruir ese instante. Él, sin demandar licencia de alguien, salió
del comedero para buscar a su mujer. Tan fuertes eran sus latidos, con tan ruda
violencia golpeaban contra las paredes de su corazón, que parecían que fueran a
romperlas. En su afán de quedar en libertad se precipitó camino abajo a fin de
encontrarla, pero no la halló. La
maléfica noche la había milagrosamente esfumado.
Anduvo mucho, hasta que
sus piernas, que habían seguido obedientes los dictados de su voluntad, se
negaron a continuar y cumpliendo
órdenes, que parecían venidas del infinito, se doblaron, obligándolo quedar de
hinojos. Sus ojos elevaron una mirada suplicante hacia el cielo. Juntó las
manos entrelazando los dedos y sus labios temblorosos murmuraron una plegaria.
La misma, que su madre le había enseñado a pronunciar al calor de los tizones, en
las crudas noches de invierno. Pasado un rato, repuesto un tanto de tan
violenta sacudida se incorporó y poco a poco, se dispuso a seguir su búsqueda.
Desconcertado, con los
nervios en movimiento, cambió de dirección y
se dirigió hacia los riscos, pensando en lo que había perdido y en los
jornales, que le hubieran dado un buen pasar en los días amargos de diciembre,
si no hubiese hablado.
Caminaba y retrocedía luego,
desesperado buscando a su mujer. De tanto andar
fue a dar a la honda frontera, a Fermoselle, donde ya antes había estado
buscando trabajo, con el calor y el celo de un hombre honrado. Cuál sería su
sorpresa, al hallar allí, acurrucada en
una socava a una pobre mujer con el hijo
a la espalda; toda descolorida sin dar señales de vida, con el pulso paralizado.
El hombre recio sintió un estremecimiento en sus carnes; se abalanzó
a la zanja y al reconocer a su mujer herida y sin sentido, la tomó en brazos, la sacó amorosamente, y la reanimó haciendo
supremo esfuerzo. Luego volvió a inclinarse y alzó al niño, que lloraba sin
consuelo. Debía pedir ayuda. Miró al
cielo; un raudal de lágrimas corría por su rostro e imploró fuerzas a Dios. Emprendió
el regreso cargando a ambos entre sus
brazos. La ansiedad y el cansancio lo devoraban, pues temía que algo grave
pudiese ocurrir. Con el alma entrecorta por el dolor, pudo llevarlos hasta la
limpia vivienda, donde antes, habían conseguido amparo y trabajo.
Fueron bien acogidos por
el amo; y las mujeres rápidamente comenzaron a asistirlos. El niño se recuperó
pronto; pero con el transcurso de los días, su madre, posesa del más allá,
cerró los ojos para siempre.
Cumplido el ritual del
entierro, con riguroso luto y con la mirada inundada por el dolor, le pidió a
su señor, piedad para su hijo.
Su patrón, que era un buen
hombre de corazón amplio, aceptó que siguiera trabajando para él. Al niño lo
llamaron Ángel y a la semana siguiente, el pequeño recibió en la iglesia de la
comarca, los oleos bautismales junto con su padre. Allí en compañía de los
labriegos, continuaron viviendo por
varios años.
Cuando su vástago se hubo
convertido en mozuelo, decidió mudarse a Moral de Sayago, donde con su dinero
guardado adquirió una finca ubicada a orillas del arroyo La Cunca, cerca del
río Duero.
Era una casa netamente sayaguesa, amplia, con varios aposentos, la cocina con amplia
chimenea de campana, suelos de piedra, con presada en el molino.
Su “cortineo” estaba
rodeado por una larga pared de piedra granítica, que protegía al cristiano
nuevo, que afincado junto a su vástago, decidió
colmar su soledad con el amor de una mujer.
En las ferias dominicales
de Valdelosa había conocido a Carmen, una guapa y joven moza, que siempre le
miraba a hurtadillas. Después de haber averiguado que no estaba comprometida,
pidió su mano al padre, quien con gran satisfacción se la cedió, por ser el
pretendiente un hombre maduro y honrado. Después de acordar la dote, se fijó la
boda para la primavera.
La fiesta se realizó en la finca de la novia,
en la comarca de Valdelosa. Con desbordante alegría y entusiasmo los jóvenes y
los viejos, todos disfrutaron por igual esas horas felices y al finalizar la
algarabía, los nuevos desposados se dirigieron a su hogar.
Los años volaron y juntos
progresaron, rodeados de una fructífera descendencia, colmada por niños y
niñas.
Entre tanta tierra
austera, se destaca el tesón de esa familia, que empeñada en seguir creciendo,
mandaba a los niños a una escuela jesuita, en Salamanca, donde permanecían
alojados durante semanas, pero cuando retornaban a la hacienda por unos días
no remoloneaban con las labores de la “cortina” paterna.
Las niñas eran educadas en
las tareas del hogar por las dos criadas, que vivían en la casa, y en los
momentos libres, su madre les enseñaba a
leer y a practicar la escritura.
José estaba orgulloso de
lo que había sembrado en la vida. Los azotes, que le había propinado en sus
años mozos, con la persecución, la muerte de su joven mujer, la hambruna – todo-
era parte del recuerdo, que acapara un hombre maduro.
Ahora, su vida discurría,
entre las gratas horas compartidas al lado de la familia con sus dulces
coloquios; el fructífero trabajo de la tierra y el regocijo de ver crecer fuertes
a sus hijos.
Al anochecer, en los
cálidos días de verano, solía reposar
debajo de un roble para paladear en sus pensamientos los goces, que le había
propinado la madurez.
Ese hombre inició un
linaje con el apellido “Seisdedos”. Y con los años se acostumbró a narrar su
historia a sus nietos. Hablar de sus orígenes, de esos lejanos y dolientes
orígenes le parecía increíble. Quizás se avergonzaba de ser sefardí y sentía
purificar su alma a medida que revelaba su pasado. De todas formas sus pequeños
descendientes veían en ese abuelo un gladiador de la vida.
IV
Despertaban los albores de
1845. En el centro de un corro formado
por lindas mozas, en una aldea de la terruca de Sayago, se encontraba una viejecita,
la que por ser la más anciana, era la más versada en historias de tiempos arcanos.
Las jóvenes, que la rodeaban componían un precioso ramillete de lindas caras de rosa, formando gran contraste aquellos cabellos rubios, como el oro, y los morenos oscuros. Aquellos labios frescos y rojos incitaban a Benita, que ya se sentía fatigada, a narrar el último cuento.
“Había en una aldea tan linda como la nuestra, un mocetón muy gallardo y trabajador, portador de sangre impura, que después de mucho peregrinar y sufrir los castigos de la humanidad, encontró a su mujer desfalleciente en un socavo con su hijo a cuesta. Ese hombre tosco y sufriente fue mi abuelo, que con el transcurrir de los años y el sudor de su frente se volvió un mozo maduro y próspero. Guardó dolores y prodigó muchos hijos a esta comarca. Ya viejo, disfrutaba cantando coplas, sentado debajo de un roble; mientras sus nietos nos sentábamos alrededor para engolosinarnos con el relato de sus recuerdos.
Las jóvenes, que la rodeaban componían un precioso ramillete de lindas caras de rosa, formando gran contraste aquellos cabellos rubios, como el oro, y los morenos oscuros. Aquellos labios frescos y rojos incitaban a Benita, que ya se sentía fatigada, a narrar el último cuento.
“Había en una aldea tan linda como la nuestra, un mocetón muy gallardo y trabajador, portador de sangre impura, que después de mucho peregrinar y sufrir los castigos de la humanidad, encontró a su mujer desfalleciente en un socavo con su hijo a cuesta. Ese hombre tosco y sufriente fue mi abuelo, que con el transcurrir de los años y el sudor de su frente se volvió un mozo maduro y próspero. Guardó dolores y prodigó muchos hijos a esta comarca. Ya viejo, disfrutaba cantando coplas, sentado debajo de un roble; mientras sus nietos nos sentábamos alrededor para engolosinarnos con el relato de sus recuerdos.
Guardaba un arca repleta
de nostalgias, sin mezcla de odios, ni deseos de venganza; comparaba aquel
presente con tantos esfuerzos, que había tenido que llevar a cabo. Se reconocía
viejo; pero se consolaba con el recuerdo de que su lucha no había sido en vano”.
Así a medida que iba
concluyendo el cuento, la anciana iba declinando su voz para no dejar dudas
entre las mozas, que ese era su última historia, su propia historia.
Benita Seisdedos en sus
años mozos se había casado con Francisco Juan Picón, en un día de primavera,
cuando los fulgores de los rayos reverberaban las frondosas melenas de las
enramadas. Y había permanecido en esa finca de sus ancestros a orillas del
arroyo La Cunca, durante toda su vida. Ella no sabía de otras tierras; su
comarca era la única en su universo.
Allí, en esa larga cinta
de plata, que serpeaba tranquila entre
la alfombra de grama, donde saltando, corriendo y cantando, también habían
crecido sus hijos: Juan, Agustín, María, Ana y Domingo. Allí había conocido la
felicidad, el amor y el dolor.
Cuando María, la primera
niña, llegó a la edad de merecer un próspero labriego de Santaven, afincado en
Santiz, empezó a visitar la casa. Lo
hacía con mucha frecuencia, no sólo como paisano que era, porque también tenía
otras amistades; sino porque esa visita era para él, una necesidad imperiosa. Se
había enamorado de la mayor de las niñas. Cuando lograba verla, toda la sangre
se le agolpaba en la cabeza y todos los esfuerzos y fatigas, que pesaban sobre
sus espaldas como costal después de un arduo día de trabajo, desaparecían frente
a la fresca inocencia de la moza.
Un otoñal atardecer, juntó valor y se presentó
ante el padre para pedir la mano de María.
Era una familia liberal
por lo tanto permitió que en el corazón de la niña aflorare el amor sin ejercer presión alguna.
Enamorado, dispuesto a
conquistarla, se dispuso a desplegar todas sus habilidades para merecerla.
Cierto día, fue al huerto
de su tía Eulalia y cortó el guindo de frondosa copa, lo cogió y lo plantó a la
vera de la ventana de su amada. Cuando ella la abrió y se asomó, extasiada lo
contempló y descubrió entre las guindas, pañuelos de seda, hilos de aljófar y
rosquillas.
En ese momento de entre el
matorral una dulce voz varonil, comenzó
a recitar
Bella imagen de mis sueños;
dulce rosa de mis fantasías;
con estas palabras querría,
soltar mis sentimientos.
Yo te admiro y reverencio.
Rendido a tus pies caigo,
extasiado por tu frescura,
embriagado por tu ternura.
Qué sublime canto te entonaría,
mas mucho mejor brotaría,
a tu lado amada mía.
Mi discreta y dulce María,
mi corazón al oído le diría,
María, mi dulce María.
El idilio, que había
nacido con el candor del verano, se plasmó en la solemnidad del matrimonio.
En una cálida y jugosa mañana del mes de abril, en la iglesia de
San Miguel de Arcángel - maravilloso vestigio de belleza románica tallada en
piedra dura, que carga con el prestigio de leyendas y de historias- en Santiz,
unidos prendieron el sutil camino del destino. En esa mañana, María y Alberto
unieron sus vidas con el sacramento nupcial, que el amor había ligado.
La boda se había
convertido en un acontecimiento para la
rutina santiceña. Todas las
clases sociales; la villa entera tomó parte del regocijo de ese momento, dando
a los novios pruebas inolvidables de afecto.
Desde bien temprano, la
gente tomó posiciones, donde abundaban racimos de preciosas muchachas, que se
agolpaban en las inmediaciones del domicilio de los Juan Seisdedos, tíos de
María, lugar de hospedaje de la novia, y de donde debía salir la comitiva para
dirigirse a la iglesia.
A todo lo largo de la
callejuela San Simón el público cubría los laterales, estampados sobre las
rugosas paredes en espera del paso de los prometidos.
A los alrededores de la
iglesia la aglomeración de aldeanos era extraordinaria, cuando los invitados
iban ingresando al templo.
El altar estaba engalanado
con jaras y azahares entrelazados con cintas amarillas.
María y Alberto entraron acompañados por los padrinos: Ana Juan Seisdedos, hermana de la novia, y Lorenzo Mangas y Mangas, hermano del novio.
La pretendida portaba el rostro cubierto por un manto de tul natural, bordado a mano con hilos de seda, sostenido por una pequeña corona de azahares. En la mano, un discreto ramo de azucenas, que le había
regalado el novio junto con los pendientes. El vestido de color
natural descansaba sobre unas sobrias enaguas destacando la delgadez de su
figura.
María y Alberto entraron acompañados por los padrinos: Ana Juan Seisdedos, hermana de la novia, y Lorenzo Mangas y Mangas, hermano del novio.
La pretendida portaba el rostro cubierto por un manto de tul natural, bordado a mano con hilos de seda, sostenido por una pequeña corona de azahares. En la mano, un discreto ramo de azucenas, que le había
El cortejante con camisa
blanca de puños bordados, pantalón y chaquetilla, negros, con doble fila de
botones de plata.
Al ingresar, primero, penetraron en la sacristía, donde se verificaron los desposorios, luego se dirigieron hacia el altar. Un sacerdote de la comarca aledaña los desposó.
Al ingresar, primero, penetraron en la sacristía, donde se verificaron los desposorios, luego se dirigieron hacia el altar. Un sacerdote de la comarca aledaña los desposó.
Una vez terminada la
ceremonia, el esposo besó la frente de su mujer y con premura recibieron los
saludos de los presentes. Cuando se retiraron de la iglesia, se dirigieron,
seguidos por la comitiva, hacia la Plaza Mayor, donde se llevaría a cabo la
fiesta.
Los recibió un grupo de
musiqueros con gaitas y tamboriles, mientras lanzaban al viento sus armoniosos
acordes.
Los presentes comenzaron bailar alrededor de los
novios.
Ellos felices sonreían y
contagiados por tanta algarabía, el joven tomó en sus manos a su esposa y
comenzaron a deslizarse al compás de la melodía. Tablones engalanados de
blanco hacían las veces de mesas, poblados de pan, homazo, bollos en maimón,
magdalenas, confituras y vinos, los cuales fueron circundados por los
presentes, que ávidos, empezaron a disfrutar los distintos sabores.
Con la despedida de los
últimos destellos solares, los invitados se fueron paulatinamente retirando. La
novia saludó tímidamente a sus suegros, doña Ramona y Don Gabriel, quienes
emprenderían su regreso a Santaver. Luego besó a sus padres, Benita y
Francisco. Los desposados ya solos, se refugiaron en su nuevo hogar santiceño.
Pasaron los meses entre las
tareas domésticas y las faenas de la hacienda, y así con la complicidad del
tiempo fue afianzándose el amor de la pareja junto a la gestación del primer
retoño.
Todo era felicidad, y los
vaivenes femeninos giraban alrededor de los preparativos para recibir al primer
vástago.
De improviso, una dolencia
inesperada empezó a apropiarse del
cuerpo
de la joven parturienta,
que la obligó a permanecer por largo tiempo en su lecho.
Ante el sorpresivo mal,
sus padres y hermana se trasladaron de Abelón, a Santiz, para asistir a la
primeriza.
La dolencia aumentaba y
junto con ella sobrevenía el momento del alumbramiento. Una incontrolable preocupación
se anidaba en el interior de la familia. De pronto, un grito despertó la noche
y con él, nació una niña, a la que llamaron, Sara. Pero con esa nueva luz, que
sobrevenía al camino de la vida, se apagaba otra. Esa fría noche de invierno,
mientras la escarcha se apoderaba de las tierras, un frío desolador ingresó en
la finca hurtando el último aliento de María.
La noticia de tan prematura desaparición causó
hondo pesar entre las amistades, quienes al tener conocimiento del infausto
suceso, acudieron presurosas al que fue el domicilio de la extinta, con el
objeto de testimoniar a la desconsolada familia, su adhesión al natural dolor.
Aún retumbaban en las
paredes los llantos desolados por la injusta pérdida. Esa fulminante y
desconocida enfermedad le había birlado la
vida, en plena juventud.
La manifestación de duelo
fue sentida en toda la aldea, todos los santiceños quisieron exteriorizar su
hondo pesar.
Mientras tanto Ana,
enfundada en el luto familiar, se ocupaba de Sara; intentaba, amorosamente
cubrir la inmensa ausencia.
Lentamente con el devenir
del tiempo, esos rostros enjutos, torneados por la aridez de la tierra y la
injusticia del destino, empezaron a sobrevivir con el sufrimiento.
Alberto refugiaba su soledad
en las labores del campo; y cuando el sol comenzaba a esconder su llameante
rostro en el horizonte, regresaba al lúgubre hogar; se acercaba a la cuna, que
amorosamente había tallado con sus manos, y depositaba un beso protector sobre
la frente de su niña.
Se aproximaban las fiestas
de Noche Buena y Navidad, el sabor agrio del pasado comenzaba a acentuarse. La
blanca noche de todas las ternuras, hizo sentir en esos corazones con más
vehemencia que nunca el recuerdo de María.
Estaban todos reunidos
alrededor de la mesa, en silencio; quizás refugiados en sus recuerdos; cuando
Francisco con la voz quebrada se dirigió a su hija, para decirle:
- Ana, debes casarte con
Alberto; la niña necesita una madre; tu hermana sólo ha dejado el dolor de su
ausencia. Tú con tus dieciséis años, debes cumplir con la responsabilidad, que María
no ha podido llevar a cabo por los designios del Señor.
Al oír tan sangrante
designio, su corazón empezó a sacudirse sin tregua. Al instante la madre solemnemente
agregó:
-Hija, sabemos de la
nobleza de tu alma, del amor que tenías por tu hermana. Sabemos que vuestra
obligación es ocupar el lugar que tu santa hermana dejó vacío para proteger y
criar Sara. María, desde una estrella, te bendecirá; te dará fuerzas y sabiduría.
Las palabras empezaron a
lacerar sus entrañas, a espolear su sangre, sintió que iba a desvanecerse y torpemente
atinó a aferrarse a la tajuela, a la que
estaba sentada, cercana a la ventana.
No pronunció palabras. Sabía
que no podría negarse. Había recibido esa educación en que los muertos son
reemplazados por los vivos; como si de
esa forma, la realidad pudiese aniquilarse; como si María pudiese encarnarse en su cuerpo y
concluir la misión, que había abandonado.
Su mente divagaba por
senderos oscuros, quería huir, perderse
en el laberinto del misterio; mientras su cuerpo inmóvil se sentía atrapado por
las garras de su hermana.
Cuando todos se hubieron retirado
a sus aposentos, Ana pegó su rostro a la ventana y entre lágrimas comenzaron a
congelarse sus fantasías de joven
soñadora.
V
Ese verano, los aldeanos
se encontraban reunidos en la casa de Francisco Picón con el objeto de
acompañarlo y de disfrutar lo más agradablemente posible, las cortas noches de
verano, que cálidas y bulliciosas, marchaban con gran rapidez.
Todos los contertulios
rodeaban la mesa de la galería donde compartían un espumoso vino. Unos
comentaban los sucesos más culminantes ocurridos durante la última semana,
otros hablaban de política, porque también en esas aldeas existía esa pasión. El
resto relataba anécdotas y chascarrillos. La reunión estaba animadísima y se
hacía todo tipo de comentarios, saboreándolos con gran placer.
De pronto, una criada
apareció en el patio, se dirigió hacia Francisco, y le comentó algo por lo
bajo. Se hizo un gran silencio; en todos los semblantes se veía retratada la
ansiedad, que por oírle, sentían los presentes. El dueño de casa, alegre, vaso
en mano, se dirigió a los aldeanos, para anunciarles que acababa de ser padre
de una segunda niña, a la que llamarían, Ana. Todos alegres, entre abrazos y
brindis expresaron sus felicitaciones y el progenitor se encaminó
hacia la alcoba, para besar la frente de su mujer y darle la bienvenida a su
retoño.
A los pocos días, Benita
ya recuperada del parto, corría entre prodigarle los cuidados a los niños y la
atención, que le deparaba Ana, la recién nacida.
El tiempo corría siendo
testigo del progreso de la pequeña. Aprendió a caminar y hablar con gran
precocidad; también a jugar y a soñar;
siempre contenida por la mirada protectora de su hermana. Era menuda y alegre,
con una sonrisa amplia dibujada en su graciosa boca; de sus vivaces ojos celestes partía una mirada
curiosa, que parecía querer develar insistentemente los secretos de todas las
cosas.
Entre enfermedades
infantiles, las labores de la casa, los juegos y algunos atrevimientos
discurrió su infancia.
Desde corta edad, aún
antes de aprender a leer con su hermana,
los libros de su padre y de sus hermanos mayores, quienes estaban internados en
un colegio jesuita en Salamanca, despertaron una insaciable afición. Había uno,
al que le tenía mucha estima y que no entregaba nunca sin un motivo señalado.
Aquel libro de lujosa
encuadernación de cuero con cantos dorados, era su amigo inseparable. Era una
edición de “El Ingenioso Hidalgo Don
Quijote de La Mancha” de Miguel de Cervantes. La salida del libro había coincidido
con el término glorioso de la guerra de África, de 1859; cinco años antes de su
nacimiento.La casa del editor Rivadeneira fue conocidísima
en América por su gran periódico “La Ilustración Española y Americana”.
El lujoso ejemplar del
libro había sido ofrecido a los oficiales del ejército que se habían
distinguido en la campaña. Sin duda alguien de su familia, que ella ignoraba, había
sido el merecedor, por eso se lo guardaba, como oro en paño.
A los siete años ingresó a
la escuela de enseñanza elemental, donde se destacó por su habilidad para leer y escribir. Los
padres estaban orgullosos con la niña.
La escuela era pequeña y
en un aula, concurrida por jovencitas de siete a trece años, una maestra les
enseñaba los contenidos básicos.
Aún, no era usual que las
niñas asistieran al colegio; pero las hermanas Juan Seisdedos lo hacían. Una,
por inquietud; y la mayor, por tener que acompañar a la menor, ya que a ella, sólo le interesaban las tareas del
hogar.
Cuando terminaron con el
último año elemental; una estaba feliz porque estaba aproximándose a la edad de
merecer, mientras Ana ya había sazonado en su mente la firme decisión de ser
maestra. Y ese mismo día pensó planteárselo a su padre, cuando regresare de sus
faenas en el cortineo.
Cuando estaban todos
sentados alrededor de la mesa, antes de merendar, Ana tragó una bocanada de
aire para que le inspirase coraje y dijo:
-Pues teniendo en cuenta
de que provengo de padres, abuelos y tíos, que amaron profundamente las letras,
es mi deseo honrarles llevando a cabo la carrera de maestra.
Todos se miraron y luego
el padre rompió el silencio.
-Ana, tú sabes cuál es la
responsabilidad de la mujer en esta aldea; tú obligación es ser una hábil
trabajadora en las tareas del hogar, para luego, cultivar tu propia familia. Acaso,
¿no tienes el ejemplo de tu madre?
-Padre, con el respeto y admiración que se merece, yo he
desarrollado todos esos aprendizajes; pero mi vocación, por la cual ruego a
Dios todas las noches, para que me la conceda, es ser maestra. Esa es mi vocación.
Francisco calló; sabía que
las palabras de su hija aleteaban de un modo especial en su corazón; esa
pequeña enternecía de un modo inusual sus rígidos pensamientos.
Sobre el tema no se volvió
a hablar, y ese invierno Ana anduvo meditabunda; hasta que un día, con los primeros
albores de la estación juvenil, su padre la llamó y escondiendo su emoción, le
comunicó:
-Dejarás la casa la semana
próxima y te radicarás en Salamanca, como tus hermanos. Allí en una casa de
hermanas religiosas, que esta frente a la catedral, te alojarás y ellas velarán
por tí, mientras concurras a la Escuela de Humanidades.
La joven con los ojos
húmedos y el corazón rebosante, corrió a abrazar y besar a su padre. De su
boca, como lava, partían palabras de
agradecimiento; mientras su progenitor no sabía cómo responder a tan calurosa
demostración de afecto. Con la alegría recuperada y con la ayuda de su hermana
comenzaron los preparativos para la
partida.
Llegó finalmente el día, su madre con los ojos humedecidos le impartió
su bendición entre consejos y recomendaciones. Luego María abrazó a su hermana
llorando, mientras el padre cargaba el baúl en el carro para llevarla a la
cuidad.
Eran treinta y ocho
kilómetros que debían recorrer hasta llegar a destino. Ambos, sentados uno al
lado del otro, lo hicieron en silencio;
sus bocas no podían expresar lo que sus almas sentían. Cuando llegaron
al hogar de las religiosas, el padre le impartió su bendición y la dejó en
manos de la Madre Superiora, quien después de recibirla la condujo al pabellón,
que compartiría con otras jóvenes; algunas, huérfanas; otras, abandonadas; y las
demás, religiosas.
Esa realidad fue muy
distinta a la que había conocido en su
terruño; ahí no existía el amor de su hogar, y por momentos supo de soledad y
tristeza; pero nada logró empañar sus
sueños.
Cuando concurría a la
escuela para estudiar de Maestra Elemental olvidaba completamente su vida en el
convento. Para esa época, Cervantes ya había conquistado todas sus
preferencias; era su refugio.
Hacía unos años, con la
Ley Moyano, se había encuadrado la enseñanza general del país dentro de un
nuevo sistema liberal centralista,
después de un largo proceso de cincuenta
años. Las provincias de Zamora, Ávila, Cáceres y Salamanca pasaron a integrar
el nuevo distrito asignado a la Universidad de Salamanca. El ingreso de las
mujeres, a la profesión docente, al principio fue reducido, y sólo, para la
enseñanza primaria.
Ana no estuvo exenta de
esas dificultades de la época y fue una pionera en ganar espacio, en el único
lugar de las profesiones liberales cualificadas, que se le permitía ejercer a
la mujer.
El discurso del saber de
la sociedad tradicional, para el género femenino, se apoyaba en las buenas
costumbres, el cuidado personal y la domesticidad; un imaginario, que se apoyó
en los libros de Lectura; pero Ana sabía cómo hurgar en la biblioteca de la
Universidad y acceder a otros libros. Así pasaron entre sus manos: Lope de
Vega, Calderón de la Barca, Fray Luis de León, Moratín y muchos más.
Las materias específicas
eran las llamadas enseñanzas del hogar, en la práctica se centraban en las
disciplinas domésticas y en las reglas de urbanidad; y representaban un tercio
del horario escolar.
Para obtener el título,
exigían adquirir dominio en las técnicas
de lectura y escritura, más escasos conocimientos de aritmética. Todas las
estudiantes fueron evaluadas por un tribunal, constituido por profesores;
mientras que, la notable habilidad en las labores del hogar, la evaluaban
mujeres.
La instrucción primaria,
que había obtenido en su comarca, le había sido de gran utilidad. En esas
épocas, las comarcas con más de
quinientos habitantes podían tener una escuela desempeñada por un pasante o
adjunto, que únicamente necesitaba un certificado de aptitud o moralidad, que
expedía la Junta Local para ejercer la docencia.
El sueño de Ana era
regresar a esa escuela con el título de Maestra Elemental y ejercer la docencia
con mayor profesionalidad. Regresó a Abelón, después de graduarse en Salamanca,
para cumplir su sueño.
Por suerte, ahora, a
consecuencia de la Orden Real de 1881, en los colegios se había establecido
igual programas para centros masculinos y femeninos. Era su oportunidad de
acrecentar conocimientos en sus alumnas.
Fue en esos momentos,
cuando disfrutaba de su profesión, que obligada por la enfermedad de su hermana
tuvo que alejarse de la actividad docente para asistirla. Con el dolor prendido
en el alma y en silencio, viajó a Santiz para alojarse en la casa de María y
así poder cuidarla.
En los momentos que la
veía sufrir, el corazón se le apretujaba, entonces intentaba alegrarla con
algún mohín, de la misma forma que lo había hecho cuando habían sido
pequeñas.
La endemoniada enfermedad
no cedió y con el alumbramiento sobrevino la muerte. La niña era hermosa; pero
la madre ya no podía verla. En esos momentos, la comadre, que había servido en
la ocasión, con la recién nacida en
brazos, la colocó en el regazo de Ana, que mientras bebía sus lágrimas, se
aferraba a ese indefenso cuerpito de su sobrina, a quien llamaron Sara.
Sara era la hija de su
difunta hermana y de Alberto, quien ante la escabrosa situación, envuelto en su
angustia, se sentía perdido. Lorenzo, su
hermano, tomó las riendas en ese momento y se hizo cargo de todo lo
concerniente al velorio y entierro.
Los vecinos al enterarse
de la desgracia concurrieron a presentar sus pésames, al joven viudo. Todos
querían expresar su dolor.
Entre la pesadumbre, la
angustia, los llantos de Sara, la desesperación de Alberto, la dedicación
silenciosa de Ana, fueron arrastrándose las horas, los días, las semanas; hasta
que nuevamente llevaron las festividades navideñas.
Todo era silencio y pesar
en ese hogar; pasó la Noche Buena; Alberto
con su hija en brazos, acompañado por su hermano, su cuñada, padres y suegros
concurrieron a misa; quizás, en busca de un milagro, que pudiese cicatrizar sus corazones.
Llegó, como burla del
destino, el Año Nuevo. La noche era blanca, tan blanca que la nieve se había
arraigado en sus almas. Como estatuas congeladas estaban todos sentados
alrededor de la mesa, cuando Francisco
con voz débil, pero firme, dirigiéndose a Ana pronunció las siguientes
palabras:
-Hija; tú sabes el dolor
en que nos ha sumergido la muerte de tu hermana; también sabes que la niña es
inocente del abandono al que ha sido sometida por los designios de Señor; por
lo tanto, es nuestra obligación darle el amparo y el amor, que su madre no le ha
podido brindar, para eso debes casarte con tu cuñado. Alberto es un hombre
fuerte, joven, que necesita de una mujer para criar a su hija.
Ana apretó las mandíbulas;
cerró los ojos; clavó las uñas en sus palmas; y
sintió una presión desmesurada de dolor, soledad, e injusticia; pero no
emitió ni un sonido. El hielo de su alma empezó a derretirse frente a una abrasadora llamarada de
oscuro sentimiento, mezcla de odio y tormento. Las palabras que había
pronunciado su padre, habían convertido la noche, en la noche más oscura y
triste de su joven vida. En un blanco-negro, sin
espacios de matices.
La domesticidad con que
había sido educada impedía que se sublevare. Sus proyectos fueron asolados en
un instante; un ardor se apropiaba de su interior; el mismo ardor, que aciduló
su carácter hasta el último instante de sus noventa y cuatro años de vida.
Un cruel destino la
castigaba sin piedad.
¡Qué horror!, debía
casarse con su cuñado. Debía suplantar a su hermana en el corazón de la niña.
En los días posteriores al
Año Nuevo empezaron los silenciosos preparativos de la boda. El desposorio se
celebró en Santiz, en la mayor intimidad.
Ese día, las lenguas
metálicas del doble campanario de la iglesia de San Miguel de Arcángel
comenzaron a pulsar acompasados gemidos, en el instante que los novios, de luto,
penetraron en el templo. Ana cubría su rostro con una mantilla negra. Toda su
figura era lúgubre, parecía una aparición fantasmagórica, que se arrastraba
hacia el altar tironeada por la rústica mano del cuñado.
Con un angustioso rito
fueron desposados y regresaron
lentamente, a su hogar. Los presentes cubrían sus rostros con las manos para
esconder sus lágrimas, provocadas por la desolación, que emanaba de las
facciones de la novia. No hubo festejos. Negros nubarrones cubrían el
firmamento, precursores de la gran tormenta, que más tarde había de
desencadenarse, durante la noche, en el cuerpo y alma de Ana.
La desesperación se
apoderaba de ella y un desvarío endemoniado la paralizó, cuando “ese hombre”,
su cuñado, empezaba torpemente a adueñarse de su pureza, apoyando sus rudas y
viriles manos, sobre sus blancas carnes, en ese lecho, que había pertenecido a
su hermana. Una pulsión emanaba como lava hiriente de sus entrañas y en ese
satánico ritual se desvaneció.
Al tornar a la realidad, con
el alba, su temple se fue endureciendo, sus ojos se secaron, sus pupilas
idealistas perdieron los amplios horizontes. Era una extraña deambulando por la
casa, con el recuerdo perenne del pasado, de su vida de estudiante, de sus clases
en Abelón. Sólo el amor, que le
inspiraba Sara, la sostenía. Con el lastimoso pasar del tiempo marital, en su
interior se fueron gestando otras vidas, quizás demasiadas para esa pequeña
mujer.
Lentamente fue
sobrellevando la realidad y cada vez más espaciadamente, se trasladaba con su
inquieta imaginación al pasado, sintiendo las voces de sus alumnos mezcladas
con el parloteo de sus hijos. A veces, le parecía
verlos pasar con su
caminar minúsculo, entonando salmos y cumpliendo
con sus
deberes religiosos.
El rostro de Ana no volvió
a esbozar sonrisas. El brillo pícaro de sus ojos, se apagó. Las fantasías del
futuro se velaron en su mente.
A pesar de su carácter
triste y su desánimo, esta prolífera y abnegada madre dedicó su vida a la
familia. De esa unión nacieron: Daniel, el primogénito, quien llevó el nombre
del tío cura; Agustín, como uno de los hermanos de la madre; Lorenzo, cuyo
nombre fue en homenaje a su tío paterno; José, como su bisabuelo materno; Baltasar; una niña, Tomasa y el menor,
Eduardo.
Con los años, la felicidad
de ver crecer a sus hijos suavizaba el dolor que había anidado por largo tiempo
en su alma.
Cuando Sara había cumplido
tres años, un oscuro malestar la había comenzado a quejar, la niña pasaba las
horas llorando ante la desesperación de Ana, que no sabía cómo calmarla. Lo
había intentado todo: paños con agua
fresca para bajar la fiebre, una tisana medicinal, cataplasmas, todo
inútilmente. Hasta que una madrugada, como si hubiera querido gritar su final, estalló
en un alarido bestial para luego
sumergirse en un silencio infinito. El cuerpito de Sara se había rendido
ante el llamado angustioso de su madre. Se le había unido en el cielo para
siempre.
Frente a los años hostiles
para las cosechas de uva y aceitunas, Lorenzo estimulado por los inicios del
siglo xx, y por el nacimiento de su pequeña hija, Matilde, pensó que su hermano
y su cuñada, también, merecían darle otro porvenir a sus hijos; tener otra
oportunidad, que les hiciese dejar atrás tantos sufrimientos y empezó a
pergeñar una nueva idea: partir hacia América.
Cuando hubo logrado madurar
bien el proyecto y discutirlo con su mujer; apenas de se dio la oportunidad; se
lo comunicó a Alberto, que lo escuchó
pero no contestó. Tenía siete hijos y dos eran pequeños aún, sentía temor, su
personalidad era distinta a la de
Lorenzo, quien era capaz de correr tras la aventura de nuevos riesgos.
A medida que pasaron los
meses, Daniel, que había escuchado la conversación entre su tío y su padre,
decidió que con sus dieciocho años, estaba en plena oportunidad de iniciar un futuro diferente, en una tierra menos
inhóspita. Inhaló coraje y le comunicó a su progenitor sus deseos de partir
junto con Lorenzo a América. El padre estimuló dicha inquietud, pero el corazón
de Ana sufriría nuevamente ante otra pérdida, la distancia que la separaría de
su hijo sería abismal y la posibilidad de no volver a verlo la mortificaba.
Ante esos temores decidieron que, primero partiría Lorenzo con su mujer, su
hijo Julián, la pequeña Matilde y Daniel; y que cuando estuviesen radicados le
avisarían a Alberto, quien se les
uniría con el resto de su familia en el
transcurso de un año.
Las historias de América,
que recibían de los paisanos que habían emigrado en búsqueda de otro porvenir, renovaban
permanentemente las flamantes esperanzas
en la mente de Daniel y en la de Lorenzo.
Las cartas, que enviaba
Daniel, el primo sacerdote de la orden
de los franciscanos, que había sido enviado a México, hablaban de una tierra llena
de oportunidades. Se había radicado en Guanajuato y era director de un colegio
religioso.
Pero ellos, en la taberna habían escuchado
hablar de Argentina; un país nuevo, que propiciaba la inmigración, que no
grababa impuesto alguno a los extranjeros, que trajeran por objetivo labrar la tierra, sin ser garante de
adjudicación alguna.
No era extraño que muchos ya hubiesen huido de
ese suelo rudo hacia países desconocidos,
en busca de un mejor sustento cotidiano.
Esa información terminó
apurando la partida. Tío y sobrino, quienes estaban acostumbrado a trabajar
juntos la tierra, unieron sus escasos ahorros. Lorenzo partió a Salamanca para
comprar cinco pasajes en el vapor Amiral Nielly que partiría de Vigo y
arribaría al puerto de Buenos Aires el 15 de noviembre de 1904.
La despedida fue áspera,
padre e hijo no querían demostrar sus
pesares. Ana aferrada a los brazos de Daniel se disputaba el abrazo con los otros
hijos, tironeándolo como muñeco de trapo de un lado hacia otro. Con el desgarro
propio de la situación, entre lágrimas y buenos deseos, se separaron.
Transcurrieron los meses y
llegaron las primeras noticias. La oficina de Tierras les había adjudicado en arrendamiento, un
campo en la Provincia de Buenos Aires, en el kilómetro 471, Estación América,
perteneciente al pueblo Carlos A. Diehl, que se había inaugurado hacía unos
pocos meses. El predio estaba ubicado a doce leguas de Trenque Lauquen y a la
misma distancia de General Villegas. Allí trabajaban duro, de sol a sol, pero
las posibilidades de mejorar eran
prometedoras, por lo tanto los instaban a unirse a ellos apenas pudiesen
viajar.
Con el pasar de los meses,
la nostalgia por la ausencia de su hijo, de su sobrino y de su hermano provocó
en Alberto el deseo de abandonar Santiz antes de lo pensado y se lo comentó a su mujer. Debían estar
todos juntos y si el lugar era Buenos Aires deberían emprender el viaje hacia
nuevos horizontes.
Corría el mes de mayo de
1905; Alberto, primero viajó a Salamanca a comprar los pasajes para el vapor Río Negro Avre, perteneciente a
una compañía francesa; y en octubre se
presentó ante don Isidro García Prieto,
Alcalde constitucional de Santiz para solicitar el certificado de buena conducta y su salida a la República Argentina en busca
de trabajo, acompañado por su mujer Ana y sus seis hijos: Agustín de diez y
seis, Lorenzo de trece, José de nueve, Baltasar de siete, Tomasa de cinco y Eduardo
de dos años de edad.
En Salamanca la empresa
naviera había publicitado:
“Magníficas comodidades
para el pasaje de tercera clase. Salón comedor, salón de fumar, salón de
señoras. Cocina española”.
Pero él había comprado
pasajes para todos, en primera a un valor
de 50 centavos de peseta cada uno. Padre e hijos compartirían camarote de
hombres, mientras Ana lo haría con los tres más pequeños.
Cuando tuvo todo
organizado, les escribió a Lorenzo y a Daniel para avisarles que los fueran a esperar, ya
que arribarían al puerto de Buenos Aires el día 4 de noviembre.
Ana empezó con tiempo a
poblar los baúles, que debían acompañarlos, en la travesía. Los recuerdos eran
muchos. Imposible, preservarlos a todos. Lentamente empezó a despedirse de algunos.
Cada abandono implicaba un instante del pasado, mientras tanto Agustín y
Lorenzo, los mayores, iban y venían con bultos, que ordenaba su madre.
Allí, en Santíz, Ana dejó
fotos, aquel libro de lujosa encuadernación, parte de los ajuares de los hijos,
las cartillas de su época de estudiante; a sus amigas; a sus padres y hermanos, a los que nunca
volvió a ver.
Despuntó el día de la
partida; Ana con sus 37 años a cuesta,
Alberto con sus 53, acompañados por sus jóvenes
hijos, entre lágrimas y promesas; temores y esperanzas; angustias y desgarros,
se fueron despidiendo de familiares y vecinos. Algunos abrazos sangraban el
alma. Entre pañuelos, que se agitaban, miradas inundadas, besos al aire, se
fueron alejando en el carro, que conducido por Agustín, su segundo hijo, los transportaría
a Salamanca.
Allí cargados, entre niños
y bultos se apearon del carruaje para correr hacia el tren. Todo era alboroto
en ese vagón. Los niños, con hambre; Ana, con las manos, que no daban tregua
tratando de satisfacerlos hasta que finalmente, agotados, se durmieron. Luego
comieron los más grandes.
Al día siguiente, ya en
Vigo, el ambiente estaba cargado de tristeza. Llovía. El mar era una vasta
extensión gris. Protegidos con mantas caminaron todos juntos en sinuosa hilera,
hacia el muelle, ante las miradas atónitas de los más pequeños, que no
terminaban de entender lo que estaba ocurriendo. Entre el gentío, lograron
abrirse paso, hasta que finalmente atravesando
la explanada, se embarcaron en el vapor que los transportaría hacia el nuevo
continente. Hacia esa nueva tierra prometida, que abrigaba renovadas esperanzas.
Una vez instalados en sus
respectivos camarotes, la mole empezó con su zarandeo a distanciarse de la
costa. Una entrecortada plegaria partió de los labios de Ana al elevar los ojos
hacia el cielo. Recordó a sus padres, a sus hermanos, fragmentos de su
infancia. Envuelta en su pasado llevaba en su brazo una canasta de campo, donde
descansaba Eduardo, ajeno a todos los pesares de su madre. La excitación de los
niños y de los mozuelos la retornaron a la realidad; mientras Alberto con su
tozudez característica, acuñaba la esperanza de poder comprar con sus ahorros
tierras fértiles. Era un labrador. Su vida había transcurrido luchando contra el
granito para poder cosechar las vides, los olivares y las pasturas necesarias
para mantener las ovejas durante el
invierno. Todo lo había aprendido de su padre Gabriel y de su hermano mayor.
En el barco sobrevivieron
casi un mes; durante ese tiempo, Ana solía sacar algún libro y empezaba a
descubrir delante de sus hijos mayores ese laberinto de tinta, que ella conocía
muy bien. Así los introducía en el mundo
de las palabras, mientras que otras veces, los entretenía con el relato de
cuentos salmantinos entremezclados con canciones infantiles. Los mayores
compartían actividades varoniles con Alberto.
En las largas noches,
cuando los tres niños habían sido dominados por el sueño, se escurría hacia el
salón de las señoras y sentada en centro, bordeada por curiosos rostros de
mozas y mujeres, desgranaba una a una, distintas leyendas, que había aprendido
en su época de estudiante.
Así, quedó aprehendida, durante años, en el
recuerdo de la tripulación, la
voz de Ana cuando narraba:
“Saben que hace cientos de
años, el rey Felipe II dictó una ordenanza en nuestra tierra, que según decía,
las prostitutas, que habitaban la Casa de
Mancebía, debían ser trasladadas durante la Cuaresma fuera de la ciudad,
para que los hombres de Salamanca, sin la presencia de la busconas evitasen las
tentaciones del pecado de la lujuria; y en su lugar acompañasen a sus mujeres a
la iglesia. Por eso, a partir del miércoles de Ceniza, todas las meretrices
eran llevadas al Arrabal del Puente, al otro
lado del río Tormes y allí permanecían bajo la custodia del padre Putas
hasta que llegase el primer lunes después de Pascua, en que el padre, las
regresaba a la ciudad. Ese momento era aclamado
por una multitud de estudiantes, que esperaban para celebrar el regreso
de las cortesanas, con una fastuosa fiesta, que se realizaba en las riberas del
río Tormes con barcas engalanadas.
Después de saciar el
hambre con homazo y pan, bebían y bailaban, para luego satisfacer sus deseos
carnales y así volver a caer en pecado.”
Las mujeres reían y
aplaudían, hasta que alguna moza mayor, le pedía con
picardía:
-Otro, Guapa, otro
parecido. Ese estuvo muy bonito y
divertido.
Y ella como una poseída
retornaba a bucear en su mente y con voz seductora empezaba:
“Cuenta la leyenda que un
grupo de estudiantes de Salamanca se escapaba de sus aposentos por las noches, después
de asegurarse que el viejo celador estuviese bien dormido. Alegres salían de
putas a la Casa de la Mancebía; allí en compañía de meretrices se perdían en
los placeres carnales hasta el despertar
del alba. Cuando a la mañana, el arcano celador gritaba:
-Arriba, Vagos; el
desayuno espera.
Ellos maldecían esos
destemplados alaridos; sólo querían dormir; pero el viejo de les acercaba,
varilla en mano, y los castigaba hasta que, apurados abandonaban las camas.
Agitados, a veces con los dedos sangrando, corrían al comedor a medio vestir.
De allí, se iban a los claustros, donde generalmente, vencidos por el cansancio
no lograban descifrar las palabras del catedrático.
Ante las dificultades, que
sus disipadas vidas, les ocasionaban, decidieron, con mucho esfuerzo, modificar
sus hábitos y mutaron las escapadas por el estudio, para no ser reprobados en
los exámenes. Pero, uno de los mozuelos, en vano, intentó desviar sus pensamientos
hacia los libros, y las noches se empezaron a convertir en enervantes
insomnios. Lleno de pasión, con el corazón abierto al primer amor por una
cortesana, decidió escapar durante la noche y confesarle a la meretriz el loco
amor, que lo abrasaba. La ingrata se burló sarcástica, de su sincera pasión. El frustrado mozuelo, inundado
de dolor, regresó al internado, preguntándose, porqué sus amigos lo habían
traicionado, dejándolo solo; porqué ellos tampoco comprendían los valores de su
amor, tan puro.
Ocultó su fracaso; pero no
se dio por vencido y volvió a insistir una y otra noche. Aquella malvada mujer,
a la que ciegamente amaba, le impedía ingresar en la mancebía, entonces él,
rechazado y sufriente, permanecía afuera esperando helado, cubierto por la
escarcha, que aquella pérfida un día, aceptase amarlo.
Con el tiempo, el pobre
joven se convirtió en una sombra. Abandonó los
estudios y no se puso más
de él. Sin embargo, una tenebrosa noche encontraron su cuerpo inerte con la
única compañía de una rana, que posaba sobre su cabeza.
La noticia recorrió los
claustros hasta que llegó a los oídos del rector. Como en ese momento se estaba
concluyendo la fachada de la Universidad, las autoridades decidieron, en
homenaje al desafortunado joven, hacer esculpir sobre una de las calaveras del
frontón, una rana. Y con ella, empezó a circular una creencia: los alumnos,
todos los días, debían descubrir la rana de la fachada, porque el que no
alcanzara a hallarla, era porque estaba más dedicado a la lujuria que al estudio;
en consecuencia correría el riesgo de perder la carrera y morir abandonado.
Esto perturbaba tanto a los jóvenes, que por
temor se dedicaron a ser buenos estudiantes”.
Ana comenzaba a cansarse,
deseaba volver al lado de sus hijos a descansar; pero un coro de voces
imploraba:
-Ahora cuéntanos uno
“purito”, así nos vamos a dormir sin tener que pedir tanto perdón a Dios. ¡Dale
maja!, te prometemos que luego nos vamos a
descansar.
-Está bien; pero os digo
que es el último y que por esta semana no volveré a contarles más.
Y nuevamente retornaba con
insinuante voz:
“En el sur de Sayago,
cerca de donde yo vivía con mi familia, existía un monte muy elevado, que tenía
en el centro, los restos de un convento,
que había sido en épocas remotas, morada de algunos frailes y donde tenía su
cuna un caudaloso riachuelo; rodeado por un espeso matorral de brezos, jaras y
otros mil arbustos. Allí, se criaban muchos animales, algunos dañinos y
venenosos, entre los que sobresalían las culebras.
Una desapacible mañana de invierno,
por un camino trazado por animales salvajes, avanzaban dos personas, con el fin
de apañar algunos haces de brezos para calentar sus ateridos miembros. El
hombre escuálido, de tez morena, de semblante adusto y peludos brazos, caminaba
triste y meditabundo; detrás un borrico y sobre el que iba montado un jovencito
de doce años.
Dispuesto a su faena, el
padre le encargó a su hijo, que cuidara al animal y
que apañase lo que
buenamente pudiese; mientras él se apartaría un poco para cortar la leña que
necesitaban.
El niño provisto del
corvillo, que su padre le había entregado, cortó con dificultad varios
corpulentos arbustos; mas su mirada se fijó en uno recto y nudoso, que carecía
de ramas, y sin vacilar se dirigió con intención de cortarlo. Descargó sobre él
un golpe, y con gran sorpresa notó, que se balanceó de un modo desacostumbrado;
asestó otro golpe, y lo que parecía un palo, se encogió de manera tal que
cuando el niño quiso escapar, ya estaba preso entre sus gruesos y
desproporcionados nudos, que le oprimieron con fuerza el cuerpecito.
Un grito de terror se
escapó de la boca de aquel angelito y al acudir jadeante su padre; cuál sería su
sorpresa, al ver a su querido hijo rodeado por una enorme culebra, que medía
más de tres metros, de piel verdosa, repugnante a la vista.
El desgraciado niño hacía
con sus manos esfuerzos heroicos por
apartar de sí, la horrible cabeza de la culebra, que chorreando sangre por la
herida que le había causado el pequeño, pretendía inyectar el veneno en su
inocente cuerpo. La desesperación excitó las manos de ese padre, que con un
ímpetu salvaje se lanzó sobre la culebra hasta quebrantar con sus propias manos,
la cabeza.
Poco después, recuperados
de tal infortunio, con su hijo a salvo, se pusieron de nuevo en camino; cuando
el padre, sintiéndose herido de muerte a causa del veneno, que había logrado
inyectarle la culebra, besó la frente de su hijo y le encargó que le llevara
otro beso a su querida esposa, que yacía grave. El niño obedeció a su progenitor y se alejó para
dar cuenta de lo que había sucedido.
Al llegar al lado de su madre,
sólo pudo depositar sus labios sobre su cadáver; mientras unos hombres traían
el cuerpo de su padre, que pudo ver la dolorosa escena antes de morir.
El niño quedó en el dolor
de la orfandad velando a sus padres, con el tiempo, Dios le dio otros padres
conduciéndolo a un convento”
Finalizado el relato, sin
esperar aprobación alguna, Ana corrió hacia su camarote; los niños estaban plácidamente durmiendo; les
besó las frentes y se acostó al lado de la niña.
Esa noche, el mar parecía hervir, con su seno revuelto. Protestaba
con una voz misteriosa e ininteligible de temporal ruin. Era el mar, que se
rebelaba en sus mismas entrañas y se rebelaba de tal forma, que la noche
gritaba.
Ana había tomado a Tomasa
en su regazo, porque la pequeña llorisqueaba y mientras tanto pensaba:
- ¿De qué se quejará el
mar? Este mar, que nada acoge con alegría. Este mar, que tanto dista del amor.
Este mar que hiere las entrañas.
Tomasa comenzó a llorar con mayor intensidad.
Ana pensó que esas malditas aguas la habrían asustado. La acunó entre sus brazos
y se dio cuenta que el cuerpito estaba muy caliente. La mecía y le cantaba;
pero la niña no se calmaba mientras que la calentura seguía creciendo.
Las horas habían sido
agotadoras para Ana; Tomasa había llorado durante casi toda la noche. La madre
preocupada ante la alta temperatura del cuerpo de la niñita, colocaba paños y
paños, embebidos en agua fría sobre su frente.
La fiebre no cedía; su estado empeoraba, fue entonces cuando le pidió a
uno de sus hijos, que llamara al padre.
Alberto, sintiéndose inútil
ante la gravedad que percibía, cerraba fuertemente los puños ante la
imposibilidad de saber qué hacer. Desesperado abandonó el camarote y empezó a recorrer el vapor, en búsqueda de
ayuda. Llamó a Agustín y a Lorenzo, necesitaba el apoyo de sus jóvenes hijos. El
cuerpecito de su pequeña se retorcía de dolor, como poseído por el demonio.
La niña entró en un
letargo. Su corazón latía con dificultad. La madre velaba a los pies de la
litera, ya lo había intentado todo: las cataplasmas, el baño con agua fría, los
paños con agua de mar.
Cuando la desesperación se había apoderado de toda
ella, Lorenzo se presentó con un marinero, que según recomendación del capitán,
tenía experiencia en el tratamiento de esos males.
En un último intento, ante
el negro presentimiento, los padres permitieron
que el avezado en rudimentarias curaciones, le practicase una sangría
sobre una piernita para disminuir la fiebre.
Con un cuchillo
puntiagudo le practicó una incisión a la
altura del tobillo, haciéndole gotear la sangre sobre un tazón enlosado. Ya no
quedaban fuerzas para el llanto en la niña. Luego tomó el pañuelo de seda, que
llevaba en su cuello y lo ajustó en forma de torniquete. Al finalizar, acomodó
el débil cuerpecito en el centro del lecho.
Las horas transcurrieron
con una lentitud inusual; el temor del padre por perder otra hija arreciaba. Ana
con un rosario entrelazado entre sus manos, rezaba en silencio. Un retenido
temor vagaba por el lugar.
Al fin, la madre cayó rendida aferrada a las
mantas de la cama, frente a las miradas aturdidas de los presentes. Las horas
pasaron hasta que de pronto, Ana despertó ante las sonoras palabras de la niña.
Se apresuró a tocarle la frente con sus labios. El calor había cedido. La tomó
en sus brazos y la acercó a su pecho con avidez, luego se separó y fue a
preparar un tazón con leche. La pequeña tenía un apetito bestial.
Ante esa situación los
hombres acudieron al camarote y al constatar
que la niña estaba repuesta, se retiraron con mucho respeto, dejándolas
a madre e hija descansar tranquilas. Al cabo de unos días, Tomasa estaba
totalmente repuesta, había logrado burlar los oscuros presagios que se habían
cernido sobre su cuerpo. Ese desconocido, mágicamente la había salvado
aferrándola a la vida.
Los días volaron y los
padres volvieron a subir a la cubierta, con los hijos.
Ana abstraída en sus pensamientos,
miraba el color verde oscuro del mar, color de muerte y misterio. Ese mar
separatista parecía decirle:
-España está en la otra
orilla.
Mientras, en voz baja,
ella le respondía:
-Sí; España está en la
otra orilla; y allí quedaron seres queridos, amigos fieles, mis padres, mis
hermanos, mi infancia, mis sueños, mi juventud, mi historia; y yo aquí separada
de todos, si no fuera por mis hijos…
Y aferraba con fuerza la
mano de Tomasa, que ajena a todo, con su inocencia le sonreía. Esa sonrisa fortalecía
a la madura madre, le daba energías para continuar.
Una mañana de otoño, se
despertaron con el perfume embriagador del nuevo mundo. Todos rápidamente se
aprestaron y subieron a cubierta; allí, frente a sus pupilas, se exponía el
mar, que se estrellaba contra las fuertes rocas de la orilla. La pelea de las
olas contra la orilla, vista desde lejos producía desolación. Detrás se
enmarcaba la grandiosidad del puerto de Buenos Aires.
El flamante puerto Madero,
recientemente inaugurado, poseía dos dársenas; una al Sur con antepuerto y otra
al Norte, construida sobre el antiguo fondeadero de “Balizas interiores”; con
dos diques de carena, y entre ambas cuatro diques interconectados.
A lo lejos se divisaba la
iglesia y el convento Santa Catalina de Siena. Dentro del área portuaria se
erguía el edificio destinado a la Aduana y los Talleres Nacionales de Marina.
El barco de vapor amarró
en el muelle; y la tripulación agolpada para poder descender, se abría paso a
empujones con sus maletas y baúles acuestas, entre llantos de niños y risas
nerviosas. Unos, alegres y decididos; otros, temerosos y dubitativos.
Todo era una velada postal caótica. El intenso tumulto
se encaminaba por el muelle, que los conducía al edificio de Aduanas donde
debían gestionar sus trámites inmigratorios.
Allí, todos los menores de
sesenta años, sanos, sin discapacidades, que hubiesen viajado en segunda o en
tercera clase, que declarasen ser trabajadores de la tierra, carpinteros,
albañiles, maestros o profesores, serían considerados “inmigrantes”; por lo
tanto gozarían del beneficio, que les brindaba el país: “ Ser alojados gratuitamente
por el lapso de cinco días en el hotel El Inmigrante”, y luego dispondrían de
pasajes, también gratuitos, para ser trasladados en tren al lugar, al que
fuesen destinados.
Alberto buscaba entre el
gentío a su hermano y a su hijo, encargados de llevarlos a destino; pero todo
fue en vano. Ante la inesperada ausencia, se tuvieron que alojar en el hotel de
Inmigrantes.
Alberto y su familia
debían enfrentar un nuevo desafío. Por la mañana se anotaron en la lista, que el gobierno
disponía para solicitar los pasajes hacia el interior de la provincia de Buenos
Aires. Ellos estaban decididos a viajar
hacia la estación América, para eso debían tomar el ferrocarril Oeste, Ramal
Lincoln. Al día siguiente cuando estaban dispuestos a que los trasladaran a la
estación, aparecieron Lorenzo y Daniel,
quienes habían tenido una serie de problemas que los había llevado a llegar con
un día de demora.
Todos se abrazaron con alegría, el entusiasmo
volvía a apoderarse de ellos. Los hermanos volvían a unirse, una vida compartida,
que volvía a sellarse en nuevas tierras.
Ana pensaba en Abelón, en
aquellos instantes era la ciudad, que la
hechizaba para volver a su apacible vivienda, a su cobijo fraternal. ¡Cúantas
veces había sido arrancada de sus hogares!
Fueron trasladados en
carro de la estación de ferrocarril, que
estaba plena de mujeres, de hombres y de niños que habiéndose ausentado de sus
hogares, habían venido a tierras argentinas para iniciar otra forma de vida,
como años antes la habían iniciado otros hermanos de sangre y de raza.
Se escuchaban cantares
alegres de los pechos juveniles, frases animosas entre desconocidos y lloros
sentidos de otros. Por fin, el tren pitó; y pitó desesperado, anunciando el
momento solemne de la marcha triunfal.
Alberto, aferrando el brazo
de su mujer, le susurró:
-No llores mujer.
Ese hombre curtido por la
vida y los años amaba a su mujer y en silencio la admiraba. Ana, con un esfuerzo sublime contuvo sus
lágrimas y se aferró a la mano de su marido. Los hijos ajenos a los temores de los
adultos se paraban y se sentaban acompasadamente sobre los asientos de madera lustrosa
de la máquina andariega, mientras los mayores conversaban en gustosa
complicidad. El gusano fumador empezó su derrotero dejando atrás a la
ciudad, atravesando verdes y doradas
llanuras. La inmensidad del paisaje atrapaba la curiosidad de los hombres.
Las pasturas, junto con los girasoles y
el trigo se perdían en el horizonte. El cuantioso ganado, yacía separado en
distintos cuadros cercados por alambres. Mientras los mayores eran cautivados
por el paisaje, los niños a los gritos reclamaban por mendrugos de pan.
Las madres escarbaban entre los bultos hasta encontrar algo, que les
aplacase la hambruna.
Finalmente arribaron a
destino; una desolada estación estaba ante ellos, irrumpiendo la inmensidad
pampeana. Ahí los hermanos ayudaron a
cargar a los más pequeños, mientras los más jóvenes acarrearon los bultos. Finalmente
la familia descendió atropellándose entre petates y pequeños. El jefe de la
estación, con ademán bonachón, los
recibió y los trasladó en una chata, a campo travieso hasta la sencilla morada,
que compartirían con Lorenzo y su familia. Allí vivieron modestamente del fruto
de su trabajo. El patrón estaba contento
con los nuevos arrendatarios, quienes eran muy laboriosos y se habían adaptado
con facilidad a las nuevas faenas; porque el trabajo era distinto en estas
tierras fértiles.
Al año el dolor volvió a azotar a la familia
de Alberto, José con sólo catorce años cayó del caballo, con el que estaba haciendo
una recorrida por el cuadro de novillos, y el animal fatídicamente le pisó la cabeza. Su tío al ver que no
regresaba a la casa lo fue a buscar y sus ojos no daban crédito a lo que
veían. Estaba tirado con la cara
desfigurada. Con estupor se apeó y lo cargó al caballo para llevarlo a la casa,
pero todo fue inútil, ya estaba muerto. Otra vez el luto cubrió las almas de
esa familia. Ana comenzó a estar sumida por las oscuras tinieblas del dolor y
se refugiaba en los rincones para llorar. Los años indiferentes seguían su
curso.
Corría el año 1907, Ana
volvió a quedar embarazada y nació otro niño, el único argentino, a quien
cuando lo anotaron en el Registro Civil, le pusieron José, en homenaje a su
hermano.
Era una época difícil, la
política económica se basaba en la propiedad de la tierra. Los
terratenientes eran poderosos; los
arrendamientos carísimos y el trabajo de los inmigrantes que arrendaban tierras
se empobrecía cada vez más.
Alberto y Lorenzo
empezaron a observar que la actividad rural no rendía como antes, a pesar de
las buenas cosechas y de los trabajos golondrinas que hacían sus hijos en
épocas de cosecha. La renta que debían abonar por las tierras se llevaba la
mayor parte de los esfuerzos.
La realidad no aplacó sus
esperanzas; y al cabo de unos meses, en una mateada entre peones escucharon
decir que el gobierno había dictado la Primera Ley de Arrendamiento y que ahora
los precios de las tierras debían bajar. A consecuencia de esto aparecieron
zonas donde se vendían campos a precios
razonables. Entre ellas, había unas tierras bajas de una vieja hondonada, en Madero, partido de Pehuajó, que estaban
aún, más baratas que las demás. También se enteraron, que ese pueblo estaba a
más de cien kilómetros de Trenque Lauquen. La fantasía de poder ser propietario
vigorizó la determinación de Alberto de recorrer esos pagos.
Decido a seguir con su travesía,
tomó el tren hacia esa localidad y con la ayuda de un baqueano, que lo guió a
caballo llegó hasta las tierras que daban a un cañadón, allí compró 140 hectáreas,
mientras que Daniel adquirió un pequeño lote lindante. Así padre e hijo
comenzarían una nueva vida.
Regresaron a América para
trasladar al resto de la familia. Mientras ellos iban a caballo, las
pertenencias en la chata que había logrado comprar con la paga de sus primeros
trabajos en esos lares. Luego, todos embarcados en el tren bajaron en la
Estación de Madero y de allí al campo.
“Las mellizas”, antigua
zona de laguna, que con el correr de las centurias se había secado, dejando las
marcas salitrosas de un pasado acuoso.
Allí reposaban las nuevas
tierras, unas pocas hectáreas; toda una estancia para él, provista de una
simple casa. En la tranquera, como estandarte de una nueva generación, colocó
una leyenda, que rezaba: “Estancia San Alberto”, labrada en madera, realizada con
sus propias manos.
Ahí se afincaron. Con el
correr de los años anexó más tierras arrendadas, para trabajar. Con el andar
del tiempo, los hijos comenzaron a emigrar; Baltasar se empleó como peón rural
en Trenque Lauquen junto con su tío Lorenzo, que no había logrado comprar
tierras en la zona, pero no era lo suyo y se convirtió en baqueano. Un día
cumpliendo con su tarea cayó del caballo por estar borracho y fue pisado por la
tosca rueda de la chata que venía guiando. Lo trasladaron a la ciudad pero a la
semana falleció.
Eso no fue todo; Lorenzo no
había logrado adaptarse a ser peón, él
siempre había sido independiente en el laboreo de las tierras, más la distancia
que lo separaba de su hermano, las dificultades económicas, que no menguaban, la
nostalgia por su Santiz natal; todo se fue apoderando de su vida; un tormento
permanente le había invadido.
Tomó una resolución, primero
se la confiaría a su hermano y le luego se la diría a su mujer y a Matilde,
quien ya se había convertido en una primorosa niña.
A la mañana siguiente
preparó su caballo y partió hacia la estancia“San Alberto”. Cuando sus sobrinos
lo descubrieron llegar, la algarabía fue total; sin embargo el rostro de ese
tío bonachón no parecía alegrarse. Después de estrecharlos en un profundo
abrazo, entró a la casa para hablar con Alberto y ahí, tosco y apesadumbrado
dijo:
-Hermano, después de ocho
años de lucha ininterrumpida en esta tierra de promisión, que me dio amparo y
me endureció frente a los obstáculos, he decidido cumplir el deseo que
vehementemente vengo acariciando desde hace mucho tiempo en mi alma; quiero
poder admirar otra vez, con mis propios ojos, la noble tierra donde vi la luz
primera. Me vuelvo a España, Hermano. Estoy prendado a la aridez de mi tierra,
la soledad de América no es para mí.
Se fundieron en un hondo y
silencioso abrazo.
Ese fue el último abrazo,
que entrelazó a esos dos hombres unidos por la sangre, el dolor, los recuerdos
y la vida.
Así fue como una mañana
del mes de diciembre, en que el sol apenas espiaba por el horizonte dorando las
ubérrimas pampas, tapizadas de espesos trigales; una espléndida mañana en que
el aire estaba impregnado de embriagadores aromas, que la gran flora argentina
esparcía embargando todos los sentidos y que la variedad de pajarillos llenaba
el ambiente de dulce alegría con sus gorjeos, cuando Lorenzo, provisto de pocos
bártulos, asido a su familia, partió rumbo a Buenos Aires, para embarcarse hacia
su bien amada tierra española.
Después de haber
almacenado por días en su interior, anticipadas emociones, pensando en su
arribo a esas añoradas costas, abrigaba una buena dosis de melancolía al
contemplar las tierras, que había abandonado junto a su hijo Julián quien había decidido mudarse a la localidad de Pergamino. Por algunos
momentos creía ver el rostro de su hijo, entre el numeroso grupo de
personas, que en el muelle se agolpaba.
Ese hijo, que había sido parte incondicional en su aventura y del que por primera vez se separaba y quizás,
para siempre.
Entre órdenes de marineros
y tumultos escurridizos subió al hermoso “General San Martín”, el cual lo
trasladaría atravesando aguas infinitas; unas azules, como sus sueños juveniles;
otras negras, como su angustia al puerto de Vigo. Entre la batahola de ir y
venir de la tripulación y el ruido ensordecedor de la música de abordo, se oían
las conmovedoras despedidas. Pocos momentos después, ya en pleno océano, aún
permanecía sobre la cubierta agitando el sombrero retribuyendo el imaginario
saludo de su hijo. La Argentina de la que durante tanto tiempo había sido su
huésped también desaparecía.
Nunca más los hermanos
volvieron a verse. Para Alberto, se inició una etapa próspera y con frecuencia empezó
a cabalgar hacia Francisco Madero, localidad vecina, en busca de noticias de
Lorenzo. Muchas veces regresó al campo con la cabeza gacha, las esperanzas
estrujadas, los ojos húmedos y la garganta anudada por la desilusión.
Solamente unas esparcidas cartas de las
primeras épocas los mantuvieron unidos. Así como los separaron los mares, así
se perdieron los hermanos.
En las retinas de Alberto
siempre quedó prendida esta misiva.
Santiz, 20 de septiembre de 1914
Mi querido hermano:
El día que llegué a nuestra tierra, el ambiente estuvo
saturado de
Melancolía, nadie nos esperaba. Nuestra madre ya no estaba
sentada en el patio, sus manos ya no se apoyaban sobre un cayado, ya no vestía toda de negro
con la mirada perdida en los recuerdos. Me acerqué despacio a ese lugar vacío y la abracé imaginariamente. Primero no me
reconoció; luego me aferré a mi ilusión
como madero en el océano y comencé a llorar. Era tanta el agua, que bañaba mi
rostro que sentí que el corazón se me iba a desgarrar. No dije nada, lloré de rodillas a sus pies
ausentes, con el rostro entre sus piernas, como cuando era niño; no quería que desde
el cielo me viera llorar de esa forma.
A la noche mientras comíamos con mi mujer y Matilde, les
conté mi desvarío. Luego miramos las fotos, que habían quedado y me hice muchas
preguntas, especialmente sobre el futuro de Julián. Luego, embargado en el
dolor, me informé sobre la muerte de nuestro padre. Al día siguiente fui a
visitar sus tumbas y a rezar por el
descanso de sus almas.
Hermano, si vieras nuestra aldea, no es la de antes, muchos han emigrado, ahora somos
casi la mitad. Tía Consuelo, es una anciana pequeñita, corva, muy delgada, con
el cabello escondido debajo de un gran pañuelo negro. Sus manos temblorosas se
aferran al bastón, que la sigue como una sombra. Sus ojos pequeñitos tienen
ahora una tenue llama de alegría. Me confesó que temía dejar este mundo sin que
algún hijo de su hermana le sostuviera la mano en el momento último, para
luego cerrarle los ojos.
Espero que estén todos bien. Si ves a Julián, dile que me
escriba ya llevo medio año sin noticias suyas.
Me despido con un fraternal abrazo, que me mueve a enviarles
el claro recuerdo que conservo de vosotros y que se remonta a todos los
momentos que hemos compartido juntos. Un cordial saludo a doña Ana y a mis
sobrinos. Tu compadre envía su bendición para Ud. y familia.
Un
cordial saludo.
Lorenzo Mangas
y Mangas
Los años pasaron, Alberto
se acostumbró a la fraternal lejanía. Sus retoños se convirtieron en adultos.
Daniel radicado como vecino se casó con Felicidad Holgado y tuvieron una
prolífera descendencia. De esa unión nacieron: Aurora, Daniel, Clara Esther,
Alberto Valentín, Felisa y María Haydee. Fueron años duros, con muchas dificultades,
pero siempre aderezados por el amor, que
esa mujer supo prodigar a toda su familia para sostenerla unida.
Alberto ya grande compró
una casa en Pehuajó, y hasta sus últimos días alternó su vida entre el pueblo y
el campo.
Agustín, Eduardo y José abrazaron la pasión de
esa madre por la lectura, quien
alternaba entre sus quehaceres, la lectura de la revista ilustrada
“Blanco y Negro”, que se editaba en Madrid y que en su trasatlántico viaje llegaba
a Francisco Madero.
En esas páginas se empapaban
de las noticias europeas; como: las crónicas de la primera guerra; cuentos y
poesías de autores españoles, curiosidades, anécdotas, caricaturas y avisos.
Así quedaron en sus pupilas
grabadas: el cuento de amor “Cinco días, a peseta cada día, cinco pesetas” de Manuel Linares Rivas, “El pastor, la
zagala y el caballo de copas” de José de Laserna, la poesía “El día Grande” de
J. A. Cavestany de la Real Academia Española, el “Calendario espiritual, un
buen pensamiento para cada día de diciembre” de Gregorio Martínez, La “Crónica
de París” por la condesa D’Armouville entre otros.
Los anuncios de:
dentífrico “La Giralda”, la fábrica de relojes “Carlos Copes”, los chocolates
RRPP Benedictinos, el digestivo estomacal “Digestónico”. Las propagandas de: la
escuela especial libre de ingenieros “Internacional Institución Electrónica”,
“Escuelas Internacionales por Correspondencia” y miles y miles de palabras, que
se debatían entre la nostalgia del desarraigo y la actividad diaria.
Vinieron años buenos para
la cosecha de maíz, se podía invertir en la compra de ganado, actividad a la
que finalmente se dedicó con la ayuda de sus hijos mayores.
Con el crecimiento
económico adquirió otra casa en el pueblo y allí se radicó, definitivamente Ana
con los hijos menores; algunos concurrieron a la escuela; otros, no; pero todos sabían leer y escribir.
Agustín era el que
devoraba “El diario Español” y “El Mundo”, editados en Buenos Aires;
sumergiéndose en noticias sobre: las guerras europeas, el gobierno del general
Francisco Franco, el suicidio de Hans Langsdorff, comandante del acorazado
“Admiral Graf Spee” y otras.
A la Estación de Madero
también llegaba correspondencia, cuyos destinatarios eran Agustín y José Mangas
Juan lectores de la revista mensual
“Salamanca”, editada por el Órgano del Centro Salmantino”, que divulgaba,
noticias sociales de salmantinos residentes en Argentina, “ecos regionales” de
Santiz, Zamora y Madrid. La hoja literaria con textos de Fray Luis de León,
Vicente Seisdedos, Cándido Pinilla, Tomás Bretón.
Aún hoy permanecen
impresas sus huellas caligráficas, de cuando completaban la hoja de “Entretenimientos-Palabras cruzadas” a la que le agregaban, según la ocasión la
frase: “Mal solucionada al suscribirla en la revista”.
También les llegaron las
noticias de: “Las Corridas de Feria de 1927”
Día 11 – “Se lidiarán ocho
toros, dos de la ganadería de don Fabián
Mangas…… para el
rejoneador portugués don Simao de Veiga, uno de los cuales caso de no morir de
los rejones, será estoqueado por un aplaudido novillero”.
Día 21 – “Corrida
extraordinaria. Se lidiarán seis toros
de la ganadería de don Fabián Mangas, antes López Chaves de Ledesma, divisa
blanca y azul celeste, por los matadores Juan Luis de la Rosa, Armillita y
Julio Mendoza”.
Muchas veces José fantaseaba si el color de la divisa habría sido un homenaje de su tío Lorenzo por los años transcurridos en estas tierras.
Con el acompasado discurrir del tiempo, los jóvenes hermanos- Eduardo y José- se afincaron en distintos barrios de la Capital federal, quedando el resto radicado en Pehuajó, mientras Tomasa con su familia permaneció en la casa junto a su madre. Todos se convirtieron en padres de familia colmando estas tierras de honrados hijos, excepto Lorenzo que permaneció soltero.
Muchas veces José fantaseaba si el color de la divisa habría sido un homenaje de su tío Lorenzo por los años transcurridos en estas tierras.
Con el acompasado discurrir del tiempo, los jóvenes hermanos- Eduardo y José- se afincaron en distintos barrios de la Capital federal, quedando el resto radicado en Pehuajó, mientras Tomasa con su familia permaneció en la casa junto a su madre. Todos se convirtieron en padres de familia colmando estas tierras de honrados hijos, excepto Lorenzo que permaneció soltero.
REENCUENTRO
Amigo, ¿aún sigues
ahí?
Sabes, uno de los hijos de
Alberto, Agustín; fue mi abuelo. Te
acuerdas que te conté que un domingo la vio a Manuela al salir de misa y le
pidió al hermano autorización para visitarla. Con el tiempo se casaron y al
primogénito le llamaron también, Agustín. Él fue mi padre, el que estaba tan
nervioso, cuando la partera le pedía agua hirviendo.
Y la primogénita era……
Está bien, no digo nada;
ya sé que has adivinado la respuesta. Pero tuvo dos hijos más: Mirta Susana y Víctor
Edmundo.
Sabes, lo que siempre me
intrigó. ¿Qué habrá sentido Ana por Alberto? ¿Se habrá enamorado con los años?
Quién sabe.
Ahora pretendes que te diga
de dónde proviene realmente mi apellido. Si Mangas tiene un origen apelativo,
derivado de alguna característica personal del fundador del linaje, ya sea porque
era costumbre antigua regalar mangas, sinónimo de presente en señal de
agradecimiento.
No lo sé; pero te confieso
una intimidad; disfruto mucho haciendo regalos. ¿Crees que habrá alguna
influencia arcaica?
El etimólogo Joan
Corominas manifiesta, que el vocablo “mangas”, proviene del latín “manica”, que
significa manga de una túnica y que proviene también del término “manus” y………….
todo lo que ya te conté. Conclusión: una multiplicidad de posibilidades.
Además los Mangas, como
muchas familias, siempre creyeron que poseían un blasón. Este es un escudo en
oro, compuesto por cinco bezantes tortillos de plata y azur, puestos en aspa.
Pero sabes que los
apellidos no tienen blasón, sino sus distintos linajes, y nada garantiza
relación de parentesco entre apellidos homónimos.
¡Qué desilusión!
Lo más probable que el
blasón sea de los Mangas caballeros, no de los labradores. No me imagino
campesinos con escudo. Y divaguemos, ¿los
cinco bezantes tendrán relación con las cinco puntas de la estrella de David? ,
porque en todo caso podrían estar sus orígenes vinculados a los
judíos sefardíes. Te acuerdas que hay muchas
posibilidades que lo fundamentan.
Sabes, creo que ese, es el
origen, como el de gran parte de los descendientes de españoles. Además por
transmisión generacional siempre se dijo que la familia guardaba un secreto;
que de tanto guardarlo nunca se supo cuál era.
Investigando el origen de los
tortillos, que son círculos; me enteré que tuvo su origen en la Orden de la
Caballería de la Tabla Redonda del rey Arturo, quien los instituyó en el año 1200, dando a Ganacio, el
fuerte, un escudo de oro con trece tortillos gules; y a Pércides, el gentil, un
escudo de plata con seis tortillos de azur, de donde lo tomaron los españoles.
Los tortillos partidos o
bezantes los ponían en sus escudos los que habían ido a Tierra Santa, dejándolo
a la posteridad como señal de haber estado en Palestina y de haber derramado su
sangre por la religión cristiana.
Cuando tienen los bezantes
en primer lugar metal, estas figuras significan fortuna y eternidad.
Mira, aunque siga una
eternidad tratando de encontrar el primer eslabón que dio origen a mi familia
es como intentar descubrir una aguja en un pajar.
Ya sé que es una frase
demasiado vulgar; pero no lo niegues,
encaja justo.
Puedo aseverarte algo,
entre todo lo dicho, he heredado el amor por la docencia de mi bisabuela, junto
a su gusto por la lectura, como mi abuelo y
mi padre.
Amigo, nuestro encuentro está concluyendo;
pero antes quiero agradecerte por haberme acompañado. Gracias a ti, ahora sé
que con alguien compartí mi historia, que no fue en vano escarbar en los
recuerdos y en los libros, que no fue en vano darles vida por un rato a mis
amados ancestros, y que en estos recuerdos pude honrarlos.
S. M.